Mi querida Big-Bang;
La visita del Papa me tiene trastocada. Es como cuando de pequeña venía el confesor al cole. Ese día perdías con suerte parte de la clase de matemáticas, pero el precio era caro. Había que bajar a la iglesia, hacer cola con otras pecadoras de tu calaña y darle una repasadita a tus faltas veniales y mortales, que venían a ser las mismas: pelearte con tus hermanos, contestar mal a tu madre, alguna que otra mentirijilla o incluso trola o haberte tragado la hostia, con perdón, sin pasar por el confesionario.
Con tal volumen de culpa era comprensible ese temblor de piernas que antecedía al “Ave María Purísima”. Fijo que el cura -que mi chuki mayor a esas mismas edades llamaba el “oscura”, con buen criterio- se frotaba las manos imaginando tu relato infantil, y el poder que le daba el Altísimo de crucificarte in situ. Y eso que supuestamente el perdón estaba garantizado, que es lo mismo que ir a la tómbola sabiendo de antemano que te va a tocar la muñeca chochona. 
La cosa es que yo temblaba,  me invadía un sudor frío y sentía un pellizco familiar en el estómago justo cuando la malvada que me antecedía en la cola salía por patas del confesionario musitando su pena capital de tres avemarías y dos padrenuestros. Después me arrodillaba, agarraba con fuerza la rejilla que me separaba de aquel hombre y me inventaba unas cuantas aberraciones en forma de relato fantástico. El oscura, en buena ley, debía dejarme marchar con mi penitencia, pero a veces exigía detalles, mayor precisión, una historia con descripciones minuciosas, y ahí yo fui desarrollando mi capacidad fabuladora. ¿Arrepentimiento? Ni poco, ni mucho.
Con el paso de los años seguí visitando confesionarios, siempre aterrorizada, portadora cada vez de relatos más sofisticados, más morbosos, y gracias a la serie “El Pájaro Espino”, donde un Richard Clayderman macizo se beneficiaba a una jovencita, me di cuenta de que aquellos seres con hábito negro y alzacuellos no eran más que hombres. Descargados de cualquier vis de espiritualidad, dejaron de tener interés para mí. Sin miedo, sin temblores, lo de confesarse era una rutina absurda. 
Cambiar la rejilla por el diván era cuestión de tiempo. Sí, tu terapia me sale cara, pero al menos no se me despellejan las rodillas ni me obligas a rezar cuando terminamos. 
Eso sí, el día que te vistes de negro, alicatada de arriba abajo,aún siento el vuelco en el corazón y en lugar de delirios te contaría pequeñas mezquindades, como entonces. Ave María Purísima.