Ese día quedé con B. para ir a nadar. Lo cierto es que lo hacíamos pocas veces, con muchas risas y mucha desgana, y no aguantábamos mucho más de tres o cuatro largos desmayados. Al rematar cada uno parábamos a charlar un rato mientras a nuestro lado pasaban los que se tomaban la natación muy en serio, como la vida. A brazadas lentas y acompasada respiración.

Recuerdo el estupor, recuerdo haber contratado meses después a una mujer víctima del 11-M que resultó ser un fiasco y despedí con cierta culpa. Recuerdo que mi hermano ese día tenía que haber cogido el AVE en Atocha, pero la explosión frenó sus planes. Recuerdo que el teléfono sonaba sin tregua. Luego, todo sucedió despacio y me repugnó la instrumentalización de la tragedia. La presencia de algunos periodistas con sus micrófonos alrededor de las capillas ardientes, las teorías de la conspiración, las frases huecas de los políticos.  Y luego recuerdo haber ido a votar, y el desenlace.

Sospecho que el shock colectivo provoca reacciones adversas. Me gustan las personas que te dicen que no tienen palabras, y se callan. Con el paso de los años, lo confieso, he llegado a perder todo el interés por el asunto de las mochilas, de los teléfonos móviles, de la munición y de los hombres misteriosos que esa madrugada perpetraron el luto. Me doy cuenta de que huyo de las tertulias donde se habla del 11-M como de la peste. Entiendo que no hay que olvidar, pero según quién se empeñe en recordármelo me dan ganas de salir corriendo. Me parece zafio lucirse con un argumento urdido sobre las brasas y los hierros retorcidos de un tren. Me llama la atención que el horror -y también los grandes éxitos deportivos- nos procuren  identidad como país.

Hoy compraré los periódicos y volveré a leer las historias de las víctimas. Pero juro que no pienso pararme ni un momento en las columnas de opinión, en los editoriales ni en las teorías de lo que fue contadas por quienes aún quieren sacar tajada de esta partida siniestra.

El 11-M yo estaba locamente enamorada. Y de repente, la muerte lo salpicó todo. Y fueron dos largos de piscina, tal vez tres.