Y entonces alguien osa decir en voz alta que “Matar a un ruiseñor“, la novela de Harper Lee de la que todo el mundo habla por la aparatosa irrupción en circunstancias poco claras de una segunda parte -“Ve y pon un centinela“- no le conmovió ni mucho ni poco.

-¡Por favor! Yo cuando la leí pensaba todo el rato:¡¡Cómo se puede llamar a un señor Atticus,!! ¿qué nombre es este? ¡¡Atticus Finch!!!
-Tú es que tienes el corazón de hojalata. Deberías ir a buscarlo a Oz…

Hubo carcajadas y luego un silencio. No hay nada tan serio como comprobar que tus lecturas más cruciales, esas que marcaron con una lasca profunda tu biografía, dejan indiferente a los demás. Eres tú o ellos. Y si el dios de las letras no te dotó de un corazón cobarde, timorato, has de partirte la cara por tu libro. Como lo harías por tu hermano o por esa mujer, casi niña, increpada en el Metro por su pareja. Un tipejillo de quince años con cadena de oro al cuello y zapatillas de deporte de más de cien euros.  Asqueroso.

Pero no nos desviemos. Ahora hablamos de “El guardián entre el Centeno“. Esa novela de culto de Salinger por la que lo asesinos tienen extraña debilidad. Mark David Chapman, el de John Lennon, esperó a la policía leyendo un ejemplar tras perpetrar el crimen. Pero también el título ha sido relacionado con Charles Manson y con el magnicida de Kennedy, Lee Harvey Oswald. 

Confieso que soy devota del rarito de Salinger, pero el guardián no hizo que temblaran mis cimientos. Ayer, tras la tensión del pobre Atticus, quise defender mi postura con delicadeza: “Creo que lo leí demasiado mayor. El Guardián es mejor atajarlo antes de sumergirte en el mundo adulto” (luego recordé que se lo regalé a mi adolescente a los 15 y no pasó de la página 20. “Asesina no va a ser”, pensé tras asumir mi fracaso).

Es decir, que puede que cada libro haya que leerlo a una edad, o en un momento de la vida en el que te están pasando cosas. Y su lectura funciona como bálsamo o como ácido sulfúrico. Cualquier cosa, menos la indiferencia. Y también pensé que los mejores libros son los que te conmueven y arrojan luz en tus entrañas a los veinte años , a los treinta o a los cuarenta años. Ingenua, desconcertada, sumergida en una pasión sofocante, escéptica, soltera, casada, desquiciada o serena.

Comprobé con alivio que mi aportación al debate no ofendía a nadie. Ni interesaba demasiado. Así que me vi de pronto rascando las paredes de mi intimidad literaria para aportar un título que sí me cambió la respiración y me trastornó algunos días: “La sombra del ciprés es alargada“. La primera novela de Delibes, premio Nadal para más señas, a quien entrevisté dos veces en su casa de Valladolid y cuando salió el tema a colación me dijo, con esa campechanía implacable del señor de campo bien armado de razones: “Era una novela pretenciosa, con todos los pecados de una novela de juventud”. Y fue un jarro de agua fría porque él no estaba cuestionando su obra, sino cuestionándome a mí. En cierto modo. Y jamás la releí, pero si hurgo en el fango de unos recuerdos demasiado lejanos creo que el título me aproximó de golpe a la muerte. Y esa sensación es difícil de borrar.

Un libro es un ser vivo porque se disfraza de inocente objeto para no ser quemado en una hoguera o presentado como prueba del delito. “Señor juez, aquí tiene el móvil del crimen. Esta mujer no volvió a ser ella misma después de su lectura”. Uno puede decidir que se divorcia tras leer un libro de Carver y darse cuenta de que su miseria matrimonial está en los gestos de esos personajes. Idéntica. Calcada. Uno puede saber que es escritor como lo supo cuando leyó Mujercitas y a Jo March -ya lo he contado- sola en ese desván, dedos con sabañones y restos de tinta. Uno puede saber que entre el ateísmo y la fe existe la trascendencia tras leer el “Diario de Otoño” de Salvador Pániker un invierno de mucha desazón. Y sentirse comprendido porque las palabras tienen ese poder del que a veces carecen otras manos por mucho que te acaricien la espalda y te acojan.

Así que no conviene tomarse una conversación sobre libros a la ligera. En caso de dudas, mejor hablar de política o de religión, esos temas tabúes en el manual de las buenas maneras. Uno es lo que lee, y exhibirse es un despelote integral que puede provocar efectos indeseables que raras veces conducen al orgasmo. Más bien a la necesidad imperiosa de un manto para protegernos. Y a la búsqueda de iguales que vibren por un texto necesario. Que entiendan que no se puede ofender la herida de un recuerdo o el éxtasis de amor que es la lectura. 

Y si hay que ir a Oz para recomponer un corazón de hojalata, sea.

DIEZ LIBROS QUE CAMBIARON MI VIDA  (Hay muchos más y voy a aportar los que me broten. Sin orden ni concierto)

1.Pandora y la caja de los Vientos. Era un libro de texto.. Yo tenía ocho años, segundo de EGB. Aún lloro recordando ese final: “Adiós, dijeron los niños”. “Adiós, dijo Pandora”.
2.Drácula. Bran Stoker. Estaba en la estantería de casa de mis padres. Prohibido. Lo leí a los 13 años o así. A los 17. A los 25. A los 40. Sigo fascinada y molesta por las falsificaciones cinematográficas de la historia.
3.Jane Eyre. Charlotte Bronte. Ese grito del señor Rochester llamando a su amada. Esa voz de narrador que es Jane y te habla: “Lector…”. Esa loca del torreón. Ese amor a prueba de incendio y destrucción. Imprescindible.
4.El Malogrado. Thomas Bernhard. Si no lo lees, no entiendes la verdadera envidia.
5.El Olvido que seremos. Héctor Abad. La mejor copla a la muerte de un padre (lo siento, Manrique).
6.El Libro del desasosiego, de Pessoa. Como la Micebrina, léase al menos una página al día.
7.El mundo de ayer. Stefan Zweig. Las mejores memorias que he leído. Una forma de entender un siglo atormentado. Debería disuadir a muchos escritores de fanfarria con fechas.
8.Diario Íntimo. Virginia Woolf. Toda mujer escritora. Toda mujer debería leerlo. Y todo hombre.  Un respeto por la mente privilegiada y sin embargo frágil.
9. Escribir. Robert Louis Stevenson. Con una advertencia: puede disuadir a los frívolos de la literatura. Te enseña que eso que haces no está al alcance de cualquiera. No escribas bazofia. Haz mermelada.
10.La muerte en Venecia. Thomas Mann. Lo leí demasiado pronto gracias a una amiga precoz del bachillerato. Lo comentábamos en su cuarto, delante de un té. Yo odiaba el té pero admiraba a esa amiga. Y a Tadzio.