Agosto, ayer

Desde hace dos días Minichuki me llama dos veces al día (2×2=4): “Todo lo que tenía que hacer, mis cabañas, mis cuentos y mis planes, ya lo he hecho. ¿Y ahora qué?”.

-¿Eso es que me echas de menos?, le pregunto. 

¿Y ahora, qué?

Mi hija intuye que la legislatura estival está agotada y lo cuenta a su manera. Ya no hay cabañas que construir. Después de pasar muchas jornadas acarreando troncos de árboles y colocándolos estratégicamente para extender un trozo de tela sobre su cabecita, entiende que la suerte está echada, que no debe invertir más tiempo ni esfuerzo en una burda réplica que destruirán en viento o las leyes de la gravedad (=Sísifo). Quiere volver. Recuperar su mesa, su ambición y su caja de disfraces. La rutina. Esa aliada gris que lo mismo invita al tedio que cura los rasguños de las rodillas.

El otro día me mandó otra señal por wasap.  mensaje en la botella. Ella en el cuarto de plancha de su abuela, vestida con camisa y bermudas de su padre y con la mirada mohína. Una foto descolorida y desenfocada como un final terco de agosto. Ya no quiere perseguir arañas por las esquinas ni hacer aguadillas ni dormir hasta que el sol se detenga en lo alto del cielo. Quiere empezar la ESO. Recuperar su litera y forrar los libros. Esa tortura lenta que distrae un domingo cualquiera de los que están al llegar. Y luego qué.

Disfraz de papá

Debo preguntarle urgentemente por dónde llega la marca que indica su estatura. La señal en el garaje donde cada año se registra su afán en centímetros con un lápiz, junto a la de su hermana. El ritual que a ella la vuelve loca de alegría: “Mami soy cuatro dedos mayor, ¿qué te parece?”. Y cuatro dedos más lista, diré yo.

Hay un día en que no crecen. Su hermana ya no crece a lo alto, pero brota por dentro y me asombra y me sostiene: “Mamá, recuerda que los cambios siempre son para mejor”, escribe en consonantes. Y la querría aquí, en ese desembarco de Normandía que es su armario. Caótica y dispuesta a compartir sus brusquedades y sus dudas. La Universidad. Mi ¿niña? irá en tren a la universidad. Otra cabaña. (El día que la acompañé a la entrevista de acceso se me saltaban las lágrimas. Recordé mi primer día. Ese aula de cien, inmensa y fría. El hormigón armado de aquella facultad. Ella era yo y miraba con susto aquellas proporciones).

(“Necesito un bolso”, me dice, un bolso brújula. Y entiendo lo que pide porque todo inicio precisa un talismán. Un salvavidas. Un compañero de viaje, un libro usado).

De puro agosto casi llegó septiembre. Y hubo que desmontar los palos, retirar el techo de trapo y volver a la intemperie.  Guardo las fotos para hacer con mis hijas un collage. Anoto “comprar bolso para I., cuando vuelva”. De ahora en adelante ya es futuro.