“Ese pastel sabe a mi matrimonio”, dijo ella torciendo levemente el gesto. El praliné hace más de veinte años es el dulce del sí quiero aunque no quieras. Uno elige el postre y elige el libro con el que se enfrentará esa noche.  Si puede, elige el argumentario de madre cabal mientras contempla la maleta atiborrada de su hija, dispuesta sobre su cama,  y entiende que no cerrará jamás. O, más bien,  la reacción se le desborda:

-¿Has puesto un chubasquero y jerseys para la noche? Te recuerdo que la temperatura en Estonia baja hasta los cero grados (ni frío ni calor).
-Mamá, ¡qué pesada eres! Por la noche saldremos a un sitio cerrado.
-¿Saldréis teletransportados en una nave hermética? ¿Y en shorts?
-Estas sandalias no me caben.
-¿Sandalias? ¿para qué?
-¡Para cuando salgamos por la noche!

De pronto me encojo pensando que pasará frío. Y que se le va a olvidar algo crucial, como la ropa interior o las pastillas para la migraña. La sensación me produce extrañamiento. Hace años que no superviso su maleta. La separación de sus padres la convirtió en experta en equipajes de fin de semana alterno. A veces se le olvida la cabeza.

-¿Has preparado el pasaporte o el DNI? ¿Sabes si Estonia es Shengen?
-¿Shengen? ¿Qué es Shengen? Vamos cerca de Tallín.
-¿No estará caducada tu documentación?
-No sé…A ver.
-¡¡¿A ver, no lo has mirado a estas alturas?!!

Noto la furia como una pastilla efervescente en un vaso de agua. Debo dejar que se le olvide. ¿Has cogido la Biodramina? No, no sé dónde está. ¿Y qué pensabas hacer, confiar en que yo recuerde todo? Mamá, eres una pesada.

Soy una madre. Soy una pesada. Quisiera, de repente,  no ser responsable de nada ni de nadie. Ser una adolescente despreocupada con buenas notas y a punto de irme de vacaciones.

No hay nada más desolador que olvidarte la Biodramina. Prefiero dejarme el pijama o el pintalabios rojo. Viajar en avión dispara la ansiedad, aunque disimulo mientras palpo el neceser con las pastillas del mareo, el Primperán por si sucedió la catástrofe, el Álmax por si vomito y debo aliviar mis jugos, el cepillo de dientes y la pasta para no oler a mi miseria. El agua de colonia para refrescar el miedo. Las toallitas para un aseo de urgencia. Los tapones para los oídos por si me toca cerca una familia expansiva.

¿Necesitaba tanto a los dieciocho años?

A los dieciocho sólo necesitaba un bikini, un sombrero de paja y un look para la noche, a ser posible rojo. Mis amigas de la universidad y yo fuimos ese verano de la mayoría de edad a un camping en Oropesa del Mar. Yo nunca había estado en uno. Me sobresaltaron la ausencia de intimidad y el desparpajo con que la gente iba y venía al baño con el rollo del papel higiénico bajo el brazo. También ver familias de desconocidos en pelotas, fregando platos y cocinando sardinas a escasos metros de nosotras. ¿Dónde estában las paredes, qué fue del pudor?

(De día era sol. Una chicharrera volviendo de la playa. De noche confidencias, música y una minúscula minifalda. Exactamente igual que mi hija).

¿En qué momento se instala la cautela en nuestras vidas? ¿El “meto esto por si acaso”? ¿Las zapatillas de casa en el equipaje? ¿Cuándo olvidar un libro amigo es un drama? ¿qué día decides que tu portátil viaja contigo como si fuera tu mascota, y si hace falta encerrado en una jaula? ¿qué hace clic para que llegues a un aeropuerto lejano y mires si alguien te está esperando, tontamente? ¿Por qué el viaje es una radiografía de quién somos y en quién nos estamos convirtiendo?

A los dieciocho el frío, el calor, son un estado mental. Ya habrá tiempo de abrigarse a las brasas del grupo de europeos de países poco rutilantes. (¿No podían ser noruegos o holandeses? dijo su padre) Y la frase sabía a praliné, pero me daba risa.

Mi hija vuela hoy y noto turbulencias de nostalgia. Ya no me necesita, salvo para colarle mi chubasquero de Asturias en un rincón de la maleta. Cortará el viento cuando tiemble con sus shorts y sus sandalias sin sentirlo. Soy una madre vulgar, en el fondo. Y voy a meterle un libro, a escondidas, como metía una carta en su maleta de vacaciones cuando tocaba el turno con su padre y habíamos dejado de tomar pastel de avellanas dulces, empalagoso hasta la naúsea.