Mi querida Big-Bang:

Dame una sola muestra de que una noche en blanco alimenta el karma y moveré el mundo. El tiempo, el implacable, el que pasó…canturreaba yo contra la almohada sumando segundos con la precisión de un subnormal en celo. Ay, que no, que esto es pollíticamente incorrecto, lo borro. Pero que a las dos de la mañana se encienda sola la luz del baño convendrás que es, cuando menos, inquietante y, cuanto más, digno de un expediente Iker Jiménez.

Me levanté, sí, como un fantasma, convencida de que al llegar a la luz un malo se abalanzaría sobre mí y me haría un placaje sin grandes esfuerzos. Pero al llegar no había malo ni aparición mariana, ni cristo que lo fundó. Sólo un espectro, yo, frente al espejo, con cara de serial killer y sin más armas que unos pelos en punta que hubieran sumido en coma profundo al estilista de Jennifer Aniston.

El insomnio es sexy, me repito, y repaso todas esas caras de mujeres interesantes y ojerosas que nos ha dejado el cine negro. Y mientras radio cuelgue alimenta este tiempo absurdo pienso en mi amiga E. que ha regresado de Las Vegas desilusionada y sin anillo. Un obligado flashback me la devuelve a la tarde antes de su viaje. Entra en el despacho, alborotada, atropellada y excitada, por redondear la cacofonía. Me muestra el contenido de una bolsa: un vestido mini palabra de honor color marfil con con hojas de tul a conjunto. “Ideal”, le digo con el gesto profesional de quien admira los looks que hacen historia. “Voy a pedirle que se case conmigo en Las Vegas”, responde. “¿Cómoooooooooo?.

Hago un inciso para señalar que nada me parece más romántico que una pareja de largo recorrido casándose a lo Elvis. “A él le llevaré un anillo calavera”, me informa E. “¿Pero este enlace es de chichinabo, como la boda de Marlos Brando con la aborigen chunga aquélla, no, chitina?”. “Ay, no, que ya me he informado y a la vuelta hay un trámite que le da validez”. Abrazo a mi amiga y paso los días imaginándola sobre un cadillac al ritmo de los Beach boys, feliz con su palabra de honor y sus botas de cow boy, un tándem imprescindible para las bodas rockeras.

Pero no, mi E. volvió ayer cariacontecida. No, no se había casado. “Las chappels eran tan cutres como un barracón en el Bronx”, relata al borde de las lágrimas. Así que ella y su novio fueron recorriendo un lúmpem del casorio tras otro, a cual peor. “Terminé sentada en un bordillo, con ganas de llorar”. ¿Y él? Él sólo repetía: “pero si tú ya eres mi mujer, cariño…”. La abrazo y los imagino a los dos bajo el sol del desierto, sobre un bordillo con vistas a un barracón con neones rosas y una puerta que no cierra bien y hace ruidillo de bisagra sin Tres en uno. La imagen misma de la soledad y del amor.

El baño sigue a oscuras, pero lo he vigilado con el rabillo del ojo, montando una guardia propia de mi héroe Remington Steel. Me siento orgullosa de sobrevivir al insomnio sexy, y tengo un plan para E. Iremos a un cementerio de coches a las afueras de Madrid, con un séquito de amigas pertrechadas con looks palabra de honor, a ser posible azul clarito. Los novios llegarán en moto, como ángeles del infierno, y cantaremos “Viva las Vegas” a grito pelao, mientras intercambian, ahora sí, sus anillos del todo a cien.

Fundido en negro y a por el corrector de ojeras!!!!