Mi querida Big-Bang;

A Mr. Rubidio le parece bien que mi tono se haya ahuecado y adquirido ciertos tintes melodramáticos. “Nena, ya tienes edad para abandonar la fruslería y centrarte en lo esencial, el sentimiento trágico de la vida, el nihilismo, la consistente evidencia de la muerte”. Ciertamente. Si por él fuera diría bye bye a mis sesudas lecturas de Vogue y Architectural Digest de madrugada, a las pelis serie B del domingo por la tarde y al discurso deconstruido y deshilachado de mis amigas de siempre.

Rubidio huele a naftalina, no sé si te lo había dicho. La única vez que cortejó a una mujer se plantó bajo el alfeizar de la ventana para tararearle “Violetas Imperiales”, a lo Luis Mariano. El hombre, cuando bebe, se empeña en recordarme la escena con su idolatrada Maricarmen, “piel de jade, ojos de cervatilla, labios de rubí”, en una maniobra descriptiva a medio camino entre el “Cantar de los Cantares” y Corín Tellado. La cervatilla debió huír, despavorida, a poco sentido común que tuviera. Porque un cursi como Rubidio no es fácilmente digerible.

-Rubidio, entonces, ¿te la beneficiaste o no?, le pregunto con sorna. ¿Maricarmen emprendió el trotecillo grácil al ver tus nefandas intenciones o la hiciste tuya bajo un almendro, a lo Jardiel Poncela?”. Y entonces el hombre se enfurece apenas, porque el recuerdo de Maricarmen es mucho recuerdo, y compone esa mirada de ensoñación tan propia de las violetas imperiales. “Ay, ya no quedan mujeres como esa, tan castas, tan comedidas, tan cimbreantes como un junco…”

En ese punto me sobreviene una carcajada, que ahogo porque el hombre es muy sensible y porque a este paso me quedo sin amigos. Debo tener en cuenta que Rubidio es de esos hombres que aún meriendan, llevan zapatos de rejilla, guardan un bote de “Brumell” en la estantería del baño y llaman frigorífico a la nevera. Una especie en peligro de extinción, como la cervatilla, mientras que chulillas con mechas hay a patadas, y jamás fueron cortajadas como dios manda.

En realidad, debo reconocer que siento celos de Maricarmen. Nunca jamás un hombre me ha idolatrado como a ella. Con pasión, con desesperación y con esos chalecos de punto color vainilla que Rubi no jubila. Como la gomina, como su exigua discoteca. Rubi se quedó varado en el tiempo y ahí sigue, con su bisoñé y sus chascarrillos de enamorado, mientras que Maricarmen será hoy una abuela gruesa que cocina flanes y relata a sus nietos el culebrón de las violetas imperiales y de aquel tipo que la respetó, no como los de ahora.

Te dejo, que debo preparar el roscón. A mano, con su levadura de panadero y toneladas de paciencia. Voy a ser como las de antes. Quiero besos en la frente y tardes con Jardiel. Idolatría imperial, llámalo así…