Joël Andrianomearisoa.Premio Audemars Piguet. ARCO

“Durante muchos años, el verdadero deseo de Seikichi fue hallar una hermosa mujer de piel resplandeciente en la cual tatuar su propia alma”.

Botín de viernes sin ayuno: El libro “Cuentos de amor” de Junichiro Tanizaki (Alfaguara). “Once caminos del amor y del deseo”, provoca la cubierta, y se me antoja un plan irresistible masticar este fin de semana un relato o dos del japonés que, con Mishima y Kawabata, forma la triada fantástica de la literatura nipona del siglo XX (esto lo acabo de leer, nunca hubiera respondido correctamente en un Trivial).

A mí la Cuaresma me provoca una revolución, un sarpullido grácil. Tradicionalmente broto como los almendros al primer conato de primavera, y en mi casa interior huele a incienso perfumado con una leve nota rancia en retrogusto. Hoy, sin embargo, pienso marcarme un cocido completo como rebeldía póstuma. O dejarlo listo para mañana, que ya no será pecado. La semana me ha devorado con dientes de sierra y Menguele regresa a mis pesadillas con sus anuncios funestos de antaño. Han vuelto los alien. Larga vida al láser. Al picotazo nervioso de pájaro en el iris. Al aleteo de lágrimas ardientes. (Pero no cunde el pánico, no lo permitiré. Será sólo una china molesta en los zapatos. Caminaré descalza si es preciso).

Ver o no ver, esa es la cuestión. Lo que no ves, ¿no es?. El otro día me paseaba por ARCO con aires de coleccionista torpe y excéntrica cuando me topé con un hombre que conozco vagamente. Tras el saludo de rigor me hizo ver que tenía todo el rojo el labios desparramado por la barbilla. “Pero no te preocupes, en este entorno queda normalísimo”. El Anish Kapoor que acababa de admirar- ese círculo de oro que dan ganas de golpear como un sagrado gong- no me sirvió de espejo en mi alocada carrera por los pasillos de una feria que siempre disfruto aunque siempre hay alguien muy solícito  que me pincha el globo en plena cara: “Es muy mediocre esta muestra. Valores fijos, poco riesgo. Nada que ver con Art Bassel y las grandes…”.

Nada que ver, supongo. Nunca estuve en Basilea pero aquí me sumerjo en una montaña rusa de impactos y me quedo prendada de un Marina Abramovich, de una tormenta de libros de Alicia Martín -compañera del cole y artista desde que llevábamos uniforme príncipe de Gales. Yo con horquillas de carey, ella con boina de terciopelo añejo- de la escultura de una pareja a horcajadas de no recuerdo quién. “Cada vez me interesa más la escultura, debe ser la edad”, le escribo a J. (Pasa con el pescado frente a la carne, con el ensayo vs. la novela. Con el agripicante frente al dulce). Y recuerdo esa sensación de hace unos meses en el Louvre, un flechazo ante Diana Cazadora que me provocó el deseo urgente de volver y admirar. La certeza de que la tercera dimensión multiplica el deseo, la curiosidad de abarcar una pieza en todos sus planos, rodearla y sentir que puedes abrazar con la vista los pliegues y las corvas. Ese misterio negro de los huecos que me descubre G. con sabia erudición del que vio y palpó. Como Tomás.

Despido la semana con ansia de recogimiento. De digerir espacios y sonidos. Encuentros de pasillo y sala de espera en cálida compañía y con fluorescentes blancos, ese atropello que anticipa una suerte de tortura. No ha estado nada mal, después de todo, y hoy vuelvo a ARCO. A digerir despacio el atracón de ayer. A buscar el reflejo que abandoné en una pieza ovoide, distraída. Tatuaje del alma, que diría Tanizaki.