Últimamente finjo que no me entero cuando me mienten. El acto en sí se parece mucho a dejarse llevar por la ola cuando estás en el mar y te entra un ataque de pánico. En mi caso una vez me sucedió en La Ballota, esa playa salvaje e imponente de la cornisa asturiana que amo, y de inmediato me puse a sacudir brazos y piernas para luchar contra la corriente que me arrastraba hacia las fauces de un Cantábrico con cara de pocos amigos.

Después, una amiga socorrista de la zona me dijo que había que abandonarse y esperar la ayuda. Me pareció un acto de fe similar a creer en la santísima trinidad si has nacido en Marruecos, pero lo di por bueno porque O. es una gran profesional y todos los veranos salva vidas de incautos que se creen más fuertes que el océano.

Con los mentirosos ocurre que te enredan pero si pataleas empeoras la situación. Lo mejor es darles cuerda, hacer ver que eres muy tonta y no te has dado cuenta de que te estaban tendiendo una trampa. Y al llegar justo al borde, antes de caer, pegas un salto olímpico y te vas como si nada, evitando la tentación de humillar a quien se pasó horas, puede que días, urdiendo la celada.

Todos mentimos, desde luego. La trola es un accesorio tan imprescindible para la vida como el escalpelo para la cirugía. El objetivo suele ser allanar el camino, quitar piedras aquí o allá. Aligerar cargas propias o ajenas. Medrar. Alargar una relación que agoniza. Sobrevivir en un medio hostil. Así que no penséis que soy una timorata de colegio de monjas que aprendió -también en casa- que la verdad me haría libre.

Pero lo cierto es que la verdad es un bálsamo que pica pero te deja como dios (mis excusas para la iglesia) Tiene una vertiente poco sexy. No es nada literaria. Al menos no en estado puro. Resulta perfecta para narrar vidas de mártires pero no para urdir esa joya llamada El talento de Mr.Ripley que trato de hacer leer a mi adolescente. Ella, en cambio, me asegura que lee a Neruda y sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Lo doy por bueno, aunque juraría que anda whasappeando con el desesperado de turno.

Ser madre de adolescente implica desarrollar anchas tragaderas para la pequeña mentira. A veces para la gran mentira. “Vuelvo tarde, que así llegamos todas juntas” es un clásico que quiere decir que tendrás que hacer guardia para irla a buscar si no quieres que regrese sola por las aceras hostiles de una ciudad que no pateaste a su edad a esas horas porque tus padres eran los carceleros de Alcatraz y tus planes de fuja los imaginó la señorita Pepis, esa del tocador rosa y el perfume con olor a talco.

Y luego están las mentiras de amor. Esas que te susurran al oído cuando estás con las alarmas desconectadas y en pleno éxtasis. A mi amiga C. un hombre le hizo ver que era el amor de su vida y ella se lo creyó. Resultó ser un espejismo y anda lamiéndose las heridas pero dispuesta a una reconstrucción inmediata. “Eso sí, esta vez dejaré el sistema de detección de trolas encendido día y noche”. A veces confundimos amor con arrebato, entrega por pasión y, agotados la salva y los petardos, quedan las cenizas. C. está harta de oler a incendio mal apagado, y encima el mito del bombero macizo no se ha hecho carne ni habita en el desorden de su cama.

Lo que no quiere decir que una no necesite a veces una dosis de trola bien administrada. Un poco de mentirizón para ir tirando. Lo único que pido en estos casos es que no me tomen por idiota. Si me mientes, villano/a, que sepas que lo sé pero actúo como si nada. Como sé que mi querida adolescente no baila con Neruda siempre que lo pone por pretexto,  pero me gusta que sea con el chileno y sus poemas encendidos en lugar de con un libro para quinceañeras descerebradas.

Una farsa vendida como literatura.

Esa es, en el fondo, una de las mentiras que más me cuesta perdonar.

Nadie es más fuerte que el océano. Se trata se ser más listo. De hacerle ver que te entregas a su delirio de grandeza. Y en cuando se descuide, fijo que vendrán a rescatarte. O estarás en condiciones de hacerlo por ti mismo.