Mi padre me llama y me advierte de que a las 9 p.m nos llamará para hablar “por skay”. A mí se me alborota la ternura, pero no le corrijo y las chukis y yo nos partimos de risa en casa. La conquista de las nuevas tecnologías por los mayores de setenta es como uno de esos ochomiles y merece un respeto. Mi padre, que ha decidido exiliarse de la ciudad y cazar jabalíes en invierno, no quiere romper del todo el cordón umbilical con sus hijos y nietos. Y el “skay” es, sin duda, la herramienta más adecuada.

“A ver si te compras un ordenador mejor”, le dijo a mi hermana el otro día, acercándose a tope a la pantalla en una de sus conference call, insatisfecho de la calidad de la imagen. La frase ha sido muy celebrada en esta familia donde no se desaprovechan las ocasiones para troncharnos por cualquier motivo. Mi madre, que también ha sucumbido a la dictadura de Internet, busca recetas de Thermomix y cuadros para copiar. Como ha heredado un equipo viejo, cada dos por tres llama al pequeño de mis hermanos, que es un bendito, para que se lo “reactive”. Y monta pollos a Jazztel porque su “pincho” (este término lo domina)  no funciona cuando se va de viaje.

Minichuki, por su parte, heredó de su hermana este verano un viejo teléfono sin más prestaciones que las llamadas y sms, y se entregó con entusiasmo a su gadget. La prueba de que era y se la consideraba mayor. Cuando estaba de vacaciones con su padre me llamaba con voz impostada y preguntaba por mí, con mi nombre de pila, no por mamá. Luego fingía que la que había llamado era yo y me hacía esperar como si fuera una secretaria en busca de su jefa. “Un momento, que ahora se pone. ¿De parte de quién?”. Añadiré que cuando pregunto por ella debo hacerlo “por mi hija la mediana” (¿De ahí el chiste “Van dos y se cae el del medio”, que nos rechifla?).

Genuíno sofá de skay

Todo este rollo viene a que es posible que con las tecnologías seamos otros. Estemos desarrollando diferentes perfiles, personalidades que acaban poseyéndonos como aquella invasión de las vainas que alumbraban ultracuerpos idénticos. Uno no dice de palabra lo que escribe por whasapp, seguramente. Muchos emails, ya lo sabemos, no resistirían la lectura en voz alta o con testigos, como esas grabaciones de nuestra propia voz nos provocan extrañeza y un pudor incontenible., cuando no rechazo. Hay un yo que toca, abraza y hace comentarios a la mesa y otro que se remanga y escribe o busca el encuadre más idóneo por “skay”.

¿Si tu padre se relaciona contigo por “skay” ya no es tu padre? ¿Es un cyborg y tú una replicante?

Conozco a más de una que se ha enamorado irremediablemente de un hombre que en persona perdió toda su capacidad de seducción. Algunos postergan el momento de la cita porque saben que es un tiro, el único tiro real. Esa bala que puede matar la pasión y perpetuar el desencanto. Los valientes defienden cara a cara su amor y su palabra. Pero nadie se resiste a un buen cortejo auspiciado por las tecnologías. Las palabras escritas son munición eterna. Pueden releerse, reinterpretarse y guardarse en un cajón para cuando vengan tiempos peores.

Termino ya. “Amor por skay” sería un buen título de TV movie. Una serie retromoderna sobre un grupo de mayores de ochenta que deciden aislarse en la montaña tras despedirse para siempre de los suyos. La cámara, fija, se orienta a los rostros con el reflejo fosforescente de las pantallas de ordenador. Las butacas, de skay, ese plástico horrible de los que tuvimos infancias del “Cuéntame”, serían un guiño imprescindible. La factura de la serie debería ser muy doméstica y petarlo en uno de esos festivales de modernícolas que aplauden todo lo que huela a raro y a underground.

Y mi padre sería la estrella principal, por descontado.