“Un hombre tiene la edad de la mujer que ama”

Lo escuché la otra noche en una mesa con varias parejas desiguales. Quien la pronunció le saca veinte años a la suya, con la que lleva más de una década y a la que besaba suavemente entre el primero y el segundo, para pasar a hacer manitas bajo el mantel en los postres. El protocolo andaba despistado y los sentó juntos, pero estaba claro que ellos no hubieran deseado otra cosa.

Me quedé colgada de la frase recordando a esas mujeres que se apresuran hacia la edad del hombre que aman y, si este es mayor, experimentan una metamorfosis de señora con perlas en el cuello. Como si una urgencia invisible las empujara a igualarse en territorio de desventaja para que él, ellos, no sintieran el agobio del señor con jovencita que enfrenta las miradas de deseo de otros hombres más jóvenes, más dotados de testosterona.

Cierta mujer que conozco se lamenta de que sólo atrae a los de treinta y a los de cincuenta. Su target generacional parece no tener ojos para sus encantos. Las amigas solemos decirle: ¡Pues mucho mejor, mujer!, que los de cuarenta están muy tarados, se acaban de divorciar o andan perdiendo el alma por las jovenzuelas de 25, en una lucha patética por burlar el fantasma de una juventud que sienten que se les escapa.

El Toni2

La mujer del hombre que amaba demasiado levanta el tenedor del mantel dos dedos por encima de la media y mira desenvuelta al respetable, con esa seguridad de contar con ventaja, de poderse ir tranquila mientras su enamorado rejuvenece por días y la observa  como si acabaran de iniciar un flirteo en una fiesta. Me parece, me pareció bonito, aunque pensé que en las parejas, al margen de la fecha de sus nacimientos, a menudo suele haber una desigualdad más notoria: uno ama más, el otro se deja. Uno arriesga, otro busca salvavidas para mantenerse a flote. Uno necesita que lo sienten al lado en una cena social, el otro desea que haya cinco personas entre ambos, oxígeno, temblor coqueto de poner a prueba esa sensación de seguir siendo deseado para luego volver juntos a casa y besarse en el taxi.

Como una Ola…

Madrugada. Un grupo de amigos y sin embargo compañeros terminamos en un bar con piano, el Toni 2, donde una mujer de sexo indefinito y abundantes pechos canta por Rocío Jurado y todos le hacemos los coros como una ola, sin soltar los vasos de gin tonic. Mi querido A., guapo, amoroso y absolutamente gay, le cuenta a mi amigo JM. que algún día nos casaremos. Ambos creemos firmemente en el matrimonio heterogay y nos lo demostramos cada día. Otra noche, con mi J., también gay, paseamos contando quebrantos veraniegos. A la mañana siguiente me encontré un mensaje en FB: “Anoche te vi por la Latina abrazada a un hombre. Parecías tan feliz…”. 

Pensé que una tiene la condición del hombre que la abraza, no la edad. Y que da gusto contar con amigos de tresinta, de cuarenta o de cincuenta que te miman o, como anoche, te llaman por teléfono desde su exilio sentimental para preguntarte cómo estás. Justo antes de meterte en la cama a dormir los restos de una naufragio llamado resaca.