Uno no puede chutarse doce capítulos de “Homeland”, esa serie de intriga que te retuerce las tripas, y luego un par de relatos de Carver sin terminar en shock. Las buenas historias nunca nos dejan indiferentes, pero esta vez se me ha ido la mano.

Tenía que haber pensado en Kubrick antes de ponerme los palillos entre los párpados para recibir tantos impactos sucesivos y luego meterme en la cama sin ansiolíticos, meditación yogui ni litio en cápsulas que valgan.

Me descubro ante el talento de los guionistas americanos, de los realizadores y productores. No podría excitarme tanto con ninguna serie española, lo siento. Las pocas que he visto me parecen bobas en sus tramas, explíticas en exceso y casi siempre sobreactuadas. Y sí, podría ponerme a sacar a relucir algunas trampas de esta norteamericanada brillante que hasta yo detecté en mi visionado lisérgico. Pero la realidad es que no me da la gana. Hoy Homeland es perfecta como Carver es perfecto. Y no me resisto a copiar un párrafo de “Tanta agua, tan cerca de casa” (http://translate.google.es/translate?hl=es&langpair=en|es&u=http://www.nyx.net/~kbanker/chautauqua/carver.htm. Un matrimonio, una mujer muerta y una excursión de machirulos al río son los ingredientes, siempre puros, de este relato:

Cierro los ojos y me apoyo en la pila. Luego barro el escurridero con el brazo y mando todos los platos al suelo.
Él no se mueve. Sé que lo ha oído. Levanta la cabeza como si siguiera escuchando. Pero, aparte de eso, no se mueve. No se vuelve. (Carver, del libro “De qué hablamos cuando hablamos de amor”)

En Homeland muchas secuencias de pareja transcurren en la cocina. Entre sartenes con pancakes, cajas de cereales y asados humeantes en el horno. Diríase que el amor made in América es siempre comestible y aquí los freudianos harían chistes fáciles sobre la fase oral. Este amor, digo, entra por la boca y muchas veces se indigesta. Hay tensión cuando ella, la sufrida esposa del marine que regresa a casa tras ocho años dado por muerto, prepara el desayuno para los niños. Una adolescente rebelde que coquetea ya con las drogas y un pequeño que necesita un modelo de padre para hacerse hombre. O eso te cuentan.

La cocina es ese lugar donde El cartero que siempre llama dos veces hace suya a la erotiquísima Jessica Lange. El campo de tiro donde se desarrollan muchos diálogos endiablados y delirantes en las películas de Woody Allen y donde mi idolatrado Don Drapper, de Mad Men, se enjareta un whisky según entra por la puerta de casa para olvidar que bajo esa facha impoluta de hombre Armani versión años 50 yace un miserable de cinco estrellas.

Las mejores fiestas, ya se sabe, acaban en la cocina. De ahí que cuando me cambié a esta casa tirase dos o tres tabiques para convertirla en un salón. “Para lo que tú cocinas, hija…” decía mi madre, ajena a mis aviesas intenciones. La protagonista de Homeland es bipolar y tiene la nevera llena de aire y yogures caducados. Basta una mirada a ese frigorífico para poder reconstruir la personalidad de Carrie como basta una ojeada a la mía para saber mi estado de ánimo.  Cuando quiero ser una buena madre la lleno de verduras y fruta de colores, queso y yogures, embutido y bricks de leche vitaminada. Cuando espero al cartero nunca faltan Coronitas y agua con gas Vichy Catalán.

Carver bordaría un relato basado en la nevera de cada uno de nosotros. Sería una de esas historias que de fáciles parecen simples pero de repente hay un twist y te dejan tiritando enmedio de la cuneta. Tanta agua, tan cerca de casa.

Homeland ayer me ahogó, literalmente. Aún espero al Samur y a ese equipo de reanimación al que recibiré en la cocina, entre harinas y mi célebre paella para cuatro. Como dios manda.