Una noche de sueño como zarzas, el ojo atrapado entre los pinchos. Y un recuerdo del domingo recurrente: mi bolso secuestrado unas horas en un pueblecito norteño donde podría rodarse el anuncio de la Lotería.

Y de pronto estábamos en la comisaría local,  luces de fluorescente agotado, paredes desnudas y una máquina para pedir cita del DNI que no funciona.  La tarde bosteza y se hace noche.

-Espere, que hoy hay mucho lío. (Nosotros dos y dos adolescentes tiernas que habían olvidado el bolso en una noche de juerga y temían que los malos entraran en su casa con la llave).

Veinte minutos después:

-Ya puede pasar. Usted sola (Severa. Mirándole a él como si fuera el Vaquilla)

La agente está mimetizada con la pared, cetrina. Lleva gafas que a cada poco caen por su nariz,  el pelo recogido  y una edad indeterminada entre la treintena larga y poco convencida o la madurez más  obstinada. Obviamente tu pequeño drama no es su drama. Te acaban de mangar el bolso con toda tu vida por delante: móvil, tarjetas, documentación y 60 euros. No estás en tu ciudad, ni siquiera en la ciudad donde te alojas. Tu acompañante es un encantador tecnohippie con un viejo Nokia que no enciende y mucho menos porta. Para qué.

En la entrada, el compañero de la policía ha insistido en que consiga el IMEI del teléfono: “Una clave de 15 números que figura en la caja. Con ella lo podemos localizar”. Y en la (larga) espera las dos adolescentes me prestan sus teléfonos para llamar una, dos, tres veces a mi hija y teledirigirla hacia la caja del teléfono. Milagrosamente sé donde está. Y tras varios intentos de cifras que no son entro a declarar victoriosa con el IMEI en un papel roto.

-Cuénteme el relato de los hechos.
-Sí, se lo cuento. Pero mire, tengo la cifra esa que puede ayudar a rastrear mi teléfono. ¿No podría intentarlo ahora?
-A su debido tiempo. Antes hay que poner la denuncia y activarla.

No me mira a la cara. Su conexión con el mundo es un teclado de viejo PC y un loro (radiocassete de macarra de playa tamaño  XXL que escupe reageaton y que no desconecta ni baja de volumen mientras declaro).

Y declaro que estando por la calle sentí frío y me quité el abrigo con el ánimo de ponerme una chaqueta debajo, y que con el trasiego debió caerse el bolso. Un minibolso color azul marino y beige. Y que anduve no más de veinte pasos y al advertir la desapareción volví sobre mi camino y en la calle no había nada. Ni nadie. Y que si no podemos activar el IMEI (de las pelotas. Esto último sólo lo pensé).

-Aún no hemos terminado. Qué contenía el bolso.

-Una cartera roja, un teléfono móvil Samsung con una funda rosa pálido de piel.
-Pero de qué color es el teléfono.
-Rosa. Ya se lo he dicho.
-Pero sin la funda cómo es.
-Rosa. La funda también es carcasa.
-Pero de qué color es el aparato.

Sigo declarando, la música ratonera me molesta y me tienta pedirle a la policía que baje el volumen. Ella recorre el teclado y apunta a la carrera. “¿Dice que llevaba dos tarjetas de crédito, el carné de conducir y el DNI, 60 euros y carné de prensa?

Pero apunta: “Carné de presa“. Cuando termina el informe y me lo hace leer con mirada triunfante de “¿a que lo he bordao?”, le hago ver la errata y ella se incomoda.

-Creo que es mejor que corrija lo de carné de “presa”. No sea que esto quede en mi ficha de denunciante y me detengan, bromeo.

A ella, naturalmente, no le hace ninguna gracia. Arruga el gesto y se dispone a corregir el informe. A su ritmo.

¿Podemos llamar a mi compañía telefónica para que bloquee el teléfono?, sugiero, desalentada porque lo del IMEI no parece que vaya a prosperar. Por supuesto que podemos, pero yo no sé el número al que debo llamar y ella tampoco. ¿Y si lo buscamos en Google?, sugiero con cara de presa arrepentida.
-No hay Internet, lo siento.

Salgo a pedir ayuda a mis colegas adolescentes. Me prestan de nuevo ayuda, sonrientes.

Pasan los minutos lentos como el gotero de un anciano y a la mujer le caigo muy mal, como ella a mí. Entonces, justo cuando firmo los tres ejemplares de mi denuncia, suena el teléfono. Ella se agarra como naúfrago al flotador. Escucha y sonríe: “Lo han encontrado. Ahora se lo trae un compañero de la policía local”. Espere fuera.

Cuarenta y cinco minutos interminables después llega el compañero. Abro el bolso. Está todo menos el dinero. La policía, más relajada, se disculpa por la larga espera.

-Estamos a tope… con esto de las compras navideñas hay mucha diligencia.

No ha entrado nadie más en las dos horas. No ha sonado el teléfono. Nada. Ni diligencias, ni carromatos, ni coches con sirena.

La música ratonera sale del despachito y se traga a la agente, gris marengo, que ha cerrado con llave tras sus pasos.

Nota final: Cuando preguntamos por los baños, por razones obvias (dos horas dan para mucho), la agente diligente dijo que no hay  “por razones de seguridad”.