Una persona moralmente irreprochable no escribe libros” . La cita es de Giorgio Manganelli y se la robo a Jorge Herralde, que la ha eligido para comandar su “Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos” (Anagrama, naturalmente). Un volumen de 2006 que no había pasado por mis manos y que recibo acompañado de una tarjeta de letra apretada y escueta.

No es obra de engullir a la manera quijotesca, sino de posar en la mesilla e ir mordisqueando a ratos. Autor por autor; amigo por amigo. Junto a la chimenea de una casa que ya ha superado su categoría de sueño. De una ojeada veo que habla de Chirbes, de Albert Cohen, de Carver, de Bukowski, y vuelvo a sentir esa excitación de lo que me queda por leer. Ese reto feroz que sigue ahí mientras elijo pinturas para desalmar una mesa con sus sillas o la pérgola que hará de una terraza vasta y yerma  un edén.

No sé lo que escriben las personas moralmente irreprochables. Sé que en tiempos de diarrea egomaniaca redactar unas líneas sólo para uno es un ejercicio monástico que agradará seguro al dios de los discretos. Yo soy la primera exhibicionista, y castigo mi narcisismo de estos lares con mañanas sin taquígrafo que se parecen a atravesar un mar de dunas a pleno sol y sin botella de agua. Tú sola y las palabras; Con ese riesgo de elegir mal un adjetivo y otorgar a un personaje un atributo del que no pueda deshacerse más adelante y lo condene a la esclavitud de la incoherencia. Como tener tres pechos o dos cabezas. Ese yugo.

Y entonces, irrumpe Glenn Gould, intempestivo: “Hasta donde recuerdo, siempre he pasado la mayor parte del tiempo en
soledad. No es que sea asocial, pero me parece que si un artista quiere
utilizar el cerebro para un trabajo creador, la llamada disciplina -que
no es más que una manera de excluirse de la sociedad- es algo
absolutamente indispensable (…) Todo artista creador que
quiere producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un
personaje social relativamente mediocre”
. La alegría de saber ayer que Acantilado publica un libro bajo el título sugerente “No, no soy en absoluto un excéntrico” con sus reflexiones, entrevistas y escritos. El deseo caprichoso y urgente de ir a comprarlo ya. La decisión cabal de que conviva con el pope editor Herralde en esa mesa y al calor fugitivo de esa chimenea.

Cuando leo un texto brillante me devora un fuego de escritura, igual que cuando vuelvo de una exposición top siento que debo pintar, y compro marcos para un collage o hago garabatos en papeles que no muestro o solo imagino. Es una excitación que se parece a la de morder un donut de chocolate cuando tienes hambre y te saltas la dieta. Una inyección de azúcar en el páncreas o ese efecto orgásmico de salir a correr y cumplir meta.  Las ganas de ser Gould y ponerme unos guantes hasta los codos, o tararear hincando el cuello sobre el pecho, desatada perdida. Y dejarme tentar por una mesa de escritura para mi edén privado, que salta y se contonea en pantalla cada vez que enciendo mi MAC (la mesa, no el edén, naturalmente).

Se llama inspiración o galope. O ganas imperiosas de quedarme en pijama todo el día, leyendo sin más parar que para escribir, escuchando El clave bien temperado por Glenn Gould (que al parecer viaja en la sombra Voyager 1 dentro de un disco dorado con información sobre la Tierra y saludos en muchos idiomas).

Proyectar y bullir, de eso se trata.

(No me he tragado el donut, no todavía. Me he tragado la sal yonqui de páginas sueltas de ese libro, y tantas naderías digitales con tentaciones de grasa saturada para esos que rebotan memes ajenos. Y triunfan socialmente como antes triunfaban los que contaban chistes con gracia en una sobremesa).