Me he apuntado a un curso de WordPress con la fe ilusionada de quien empieza la colección de casas de muñecas que cada septiembre nos trae ese anuncio arcaico de la tele y me hace pensar: ¿pero qué clase de persona colecciona esto? (asumiendo que si la oferta regresa cada otoño es porque sabe que ahí afuera hay un rebaño de potenciales coleccionistas dispuestos a empezar algo que, misteriosamente, desaparece de los frontales de los kioscos antes de que el horario de invierno apague nuestros días de sol y diletancia. Lo que me lleva a cogegir que el stock es tan colosal que les compensa tentarnos cada año para despejar como sea esos almacenes. “Coleccionar, me dijo un día Susan Sontang, es una manera de espantar a la muerte” -le faltó añadir: “Pequeño Saltamontes”-).

Empiezo mi curso, digo, cuando hace ya más de una década que inicié mi blog, Agujeros negros (hoy trasladado a este WordPress que andas leyendo), tras un viaje fallido a Sicilia que a su vez dio pie a un relato inacabado, “Sicilia, 43” (por los grados y porque me sonaba muy a título de Henry Miller). Mucho antes de que la curiosidad tintada de urgencia práctica me llevara a hacer un master corto (Díbex) en marketing digital en ISDI que durante unos meses convirtió mis viernes y sábados en una obsesión febril de SEO, SEM y KPIs dirigidas a entender las tripas de la araña que rige los destinos de las búsquedas en las redes sociales. El camino a Ítaca que se llama funnel y busca la conversión (como las iglesias y las religiones, incluida la política).

No hay septiembre sin comienzos. Algo hay que estrenar. Y ese es un remedo de cuando el curso arrancaba con el uniforme nuevo y planchado (o heredado de tu hermana, tal era mi caso), los libros oliendo a barniz y las gomas de nata de Milán perfumando el estuche.
Creo que esa imagen potente se ha quedado a vivir para siempre en eso que se llama memoria colectiva. Al menos hasta que el coronavirus se hizo pandemia y acampó entre nosotros, dejando el olor a rancio de las mascarillas quirúrgicas corrientes alojado en la pituitaria del recuerdo perpetuo y desesperanzado. (Lo que me hace atisbar un negocio de mascarillas impregnadas de tu perfume favorito. En mi caso los empolvados de Prada Iris y Flor DÓrange).

Quién coleccionará casas de muñecas?

Creo que empeñarme en arrancar el curso aprendiendo es un acto de rebeldía necesario. Me lo inspiró una de esas conversaciones largas y nutritivas con mi amigo Rafa Mingorance, un compendio de curiosidad, sentido del humor y bonhomía inteligente que la vida profesional me regaló en un memorable viaje a Roma de Martini donde brujuleamos alrededor de Penélope Cruz, Sofía Loren y Marion Cotillard en una de las fiestas más trepidantes y con más pibones por metro cuadrado que he visto nunca (¿serán de pago? barruntaba mi amigo). Fiestón que terminó a la deriva de la madrugada romana bailando enloquecidos en locales que iban bajando las persianas a nuestro paso, febril y alborozado.

Con Rafa hablo de todo y siempre a fondo y nuestras conversaciones discurren en zigzag. El libro que andamos leyendo, los derroteros del periodismo que ambos militamos, amores y desgarros del corazón, mi perro y su gato, y, últimamente su atracción fatal por YouTube, donde ha emprendido una aventura de amor llamada Diario Vivo NYC en la que narra, por ejemplo, encuentros imposibles entre seres que no se conocen. “Te voy a contar una historia que tiene dos protagonistas…Se llaman Ben Marckham y Herman James”… empieza en uno de sus vídeos y te quedas atrapada de inmediato por lo bien que relata.

Estreno de “Nine”. Fiestón inolvidable


Con Rafa siempre salgo ganando. Me escucha, le escucho, nos reímos a carcajadas, nos tomamos nuestro tiempo y al final me regala cariño y tips valiosos que guardo en mi caja de los tesoros.


Fue él quien me llevó al lugar donde arranca mi septiembre de aprendizaje. Es muy mío lanzarme a lo nuevo sin leer las instrucciones, y a partir de ahora sacaré más partido a mi vis y a mi historia de amor digital. Esa que empezó durante un viaje de fuego en el que entendí que debía volver y enterrar las cenizas. Y sentarme al teclado, y destriparme viva y usar el humor y las palabras para salvarme. Y lanzarlo a las redes con furia y descubrir con asombro que allí fuera estabas tú, y tú, y mi soliloquio terminaba convirtiéndose en una conversación bendecida por los dioses digitales que hoy saludan otro septiembre excitante de comienzos. Va por vosotros/as.

PD. Querido Rafa: Arranco el libro de Sara Mesa, “Un amor” (Anagrama) se llama, que ayer le regalaron a mi madre por su cumpleaños. “Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento”. Hablaremos de ello cuando toque. Un abrazo bien largo.