“Pocas veces me he sentido tan completamente desgraciada como ayer hacia las 6.30, releyendo la última parte de “Los años” ¡Qué palabrería insustancial, qué chismorreo crepuscular me pareció; qué exhibición de mi propia decrepitud, y a lo largo de tantísimas páginas” (Diario íntimo 1932-1941. Virginia Wolf).

Cuando quiero sentirme menos miserable, leo a Virginia Woolf. La autocomplacencia es un pecado venial para cualquiera, mortal para el escritor. Esa mujer que reclamaba que para escribir una novela hacía falta dinero y una habitación propia, no deja de darme lecciones. Que una loquiki diagnosticada sea mi gurú es como para hacérselo mirar, pero compruebo que con los años la  palabrería insustancial me irrita casi tanto como la lana acrílica o el wasabi, así que me sienta bien hermanarme con esta diosa atormentada, aunque sea en el capítulo fobias cotidianas.

Respecto a lo de la habitación propia, la tengo pero quién lo diría. Según llego a casa corro a refugiarme en ella, pero siempre hay una chuki o dos que se cuelan, se lanzan sobre mi cama y observan  mi striptease desalentado mientras me cuentan que María es una chulita que está por Diego o que llevar la falta del uniforme por debajo del culo es lo que una debe hacer si no quiere ser considerada la freak de la clase.

Sin habitación propia ando como un alma en pena, de rincón en rincón. Y cuando al fin estoy sola creo oír voces. Como Virginia. La diferencia es que Leonard no está a tiro para escuchar mis delirios. Entonces cojo el ordenador y entro en un trance chungo donde encadeno palabras con cierta autocomplacencia animada por la cafeína, esa droga universal. Luego, al rato, me acuerdo de la Woolf y a veces releo para vomitar sobre los textos. “Me faltó la habitación propia, mi querida musa trastocada”.

La soledad como espejo de la madrastra. Uno no puede escapar de sí mismo cuando sus palabras le hacen eco. De ahí a la locura hay un paso, pero sólo si una dispone de una habitación para el holocausto. Si no, podrá vagar entre las cacerolas de anoche, las copas de vino con sus posos turbios o el plato de polvorones de la estepa. Restos del naufragio de una navidad tranquila donde el discurso de Su Majestad el Rey (en mayúsculas, por el momento) fue de lo más excitante y tartamudo. En adelante incorporaré la expresión “hacerse un Urdangarín” para explicar la conducta turbia de seres con cara de angelotes. Espero que la Woolf me permita este exceso de vulgaridad chisposa.

Y aquí lo dejo. Debo buscar un rincón, destruir algunos cuentos y ponerme en paz con mi egolatría. Eso sí, la piedra y el río los dejo para cuando sea maniaco depresiva. Algo que las insustanciales no solemos permitirnos…