Imagino que hay pocas cosas peores que una cita a ciegas que no se presenta a la cita.

Ayer mi amiga A y yo, heterosexuales hasta la fecha, arreglamos un encuentro entre dos gays. “Contra natura“, nos advirtió nuestro querido J., también gay hasta la fecha. Mi gay era un perfecto ejemplar de hombre tierno y divertido. Sensible, bondadoso y con talento para los idiomas. Del otro sabíamos poco. Bajito, del mundo del teatro y bien dotado de un corazón hecho jirones por culpa de un desamor reciente. El lugar, un restaurante árabe de Lavapiés donde, por cierto, tomé uno de los mejores tabules de mi vida. Mi amigo estaba nervioso por el encuentro y se había pensado mucho su atuendo esa mañana. Al llegar me mostró el look y se giró sobre sí mismo. “¿Qué te parece? ¿Voy guapo? He pensado que así acertaba seguro, porque no es ni una cosa ni otra”. Le dije que iba guapísimo. Que “ni una cosa ni otra” era el estilismo perfecto. Que habría que estar loco para no quedarse de inmediato cerca de alguien como él.

El del corazón roto no se presentó, digo. No porque se estuviera desangrando por el sístole o el diástole en las urgencias de un hospital. Le había surgido un trabajo y llegar al restaurante, informó, eran veinte minutos de taxi. Luego sólo podría pasar con nosotros otros veinte para después salir pitando en otro taxi. Los taxis, por cierto, no se los podía permitir.

Sin taxi no hay affaire. Sin riesgo, tampoco.

Tabule

Me pareció el colmo del desinterés. Recordé a un hombre al que invité hace unos años a un bar donde estaba con una amiga y respondió por sms: “Voy para allá. Tardaré unas cuatro horas, estoy fuera de Madrid y ya sabes que no conduzco, pero llegaré”. A las tres horas y media se presentó, triunfante, y a las pocas semanas retomamos una relación que ya había tenido un primer acto. Imagino que porque tal ejemplo de determinación era la prueba de lo que ese hombre estaba dispesto a hacer si algo le importaba lo suficiente.

La decepción flotaba entre el cuscús y la crema de berenjena, pero mi amigo no se ofuscó y se dispuso a disfrutar de la exquisita comida y de nuestra compañía. La sombra del desinteresado planeaba entre la escayola multicolor de las paredes y techos del restaurante. A. contó el caso de otra amiga suya que, desesperada, se apuntó al portal  Meetic hace unos días por el reclamo de “12 euros, gran oferta”. Para ver los candidatos que le habían entrado tras rellenar el cuestionario de afinidades debía pagar. Y lo hizo. El resultado, una ristra de mayores de sesenta y dos cargos del banco que sumaban más de 100 eurazos. “Lo más humillante fue tener que llamar al banco para que no abonaran el cargo y que el tipo, que conoce a mi amiga, dijera “pero esto es una página de contactos, ¿no?“.

El amor en tiempos de crisis cuesta una pasta. Un taxi veinte minutos. Una estafa en Internet. Y hay un hombre que se levanta y escoge cuidadosamente de entre su armario una camisa, una chaqueta. Y se peina despacio,  con ilusión de gustar. Y una mujer que no espera encontrar a nadie por azar  fuerza al destino y el destino la estafa y se burla a carcajadas. Y un tercero que llega al final y advierte que el plan de dos heteros arreglando el mundo gay es un despropósito, que ya se encarga él si eso… Y flotando en el aire que huele a té moruno esa sensación espesa de que corren malos tiempos para el esfuerzo. Que no presentarse a una primera cita es mal comienzo. Que no merece la pena vestirse para quien no va a mover un dedo por acudir a ese bar, cuatro horas después. Que vivimos momentos convulsos donde romper las inercias del sofá por un hombre, por una mujer, nos cuesta mucho. Que llegados a una edad los héroes se cansan y prefieren/preferimos verlas venir. Que no les/nos muevan el suelo. Que no les/nos alteren el guión. Que no les/nos rompan el discurso. Que no les/nos saquen de esa zona triste de confort. Que no les/nos besen, aunque sea.

Todo eso pensaba con mi amigo gay en el taxi de vuelta. Y nos reímos y volvimos a quedar en que un día nos casaríamos en un matrimonio blanco y heterogay como él solo y viviríamos felices. Y con esa promesa de amor volví a alabar su estilismo como él alaba el mío muchas mañanas: “Hay qué ver qué guapa estás…Me encantan esos zapatos…”.

Y no es ni una cosa ni otra. Es cariño y son detalles. A las heteros nos encharcan de alegría el corazón. A los gays, lo mismo.