Cayó en mis manos un librito de Florence Delay titulado: “A mí, señoras mías, me parece. Treinta y un relatos del palacio de Fontainebleau” (Acantilado). Lo consideré de inmediato al leer las primeras líneas: “A mí, señoras mías, me parece que nosotras nacimos de aquel bosque en cuya oreada linde se hallaba un viejo palacio de linda puerta Dorada”. La autora recorre  la historia del palacio a través de las diosas, dianas cazadoras y ninfas desnudas que lo habitan. Sus reyes y pintores.

Resultado de imagen de florence delay a mi señoras miasDías atrás tuve la oportunidad de visitar el Palacio de Liria. Un privilegio dado que la lista de espera alcanza los tres años. El lugar es un museo donde, nos contaron, vive el actual duque y almuerza en el enorme comedor. Me pareció muy triste y solitario devorar el cruasán y volver al zaguán entre salones cuajados de retratos de insignes pintores. Maravillas con ese olor a trementina y a cera de muebles que se pega a las costuras de los marcos de las puertas y a tu pelo. Afuera, los jardineros acomodaban los setos al gusto francés y me hubiera quedado a leer delante de una ventana con un canapé que podía resultar cómodo convenientemente ataviado con un cojín.

Pensé que me gustan los rincones, ansío lo recoleto y no podría vivir en un palacio por mucho que me hablaran sus fantasmas al oído.

¿Uno es lo que ambiciona o aquello a lo que logra llegar?
Me parece más bien que lo primero, y mientras prosigo mi casting de
casitas de pueblo modestas ansío un ventanal con buenas vistas, una mesa
de madera maciza muy distinta a esa que perteneció a Napoleón y alberga
Liria. Y pienso que uno disfruta de los objetos mientras sigue siendo consciente. Y que otros solo disfrutan de contarlo.

Vivir para contarlo es un buen título de memorias y una práctica que implica desaliento. Si lo que cuenta es sólo aquello que refleja la mirada del otro, sin espejo no vales lo que vales. Eso creo.

Puede que por ello los palacios estén llenos de espejos y lámparas con cristales que reflejan tu angustia y hacen muecas.

La envidia, de eso hablamos. Y de ambición sin fuste ni medida, rebosante de orgullo.

La otra noche vimos en familia “Secretos de un matrimonio” de Bergman. El centro gravitatorio es un sofá capitoné de un verde furioso. Testigo de la descomposición de una mentira. La pareja con tantas imposturas y más cortinas por dentro que un palacio. Los diálogos no tienen desperdicio y tocan tanto el hueso que son muy actuales. La ambición que ponemos en el amor, las falsedades. Corazas de papel que se desgarran a poco que te enganches con un desportillado de la puerta.

El sofá no se apoya en ninguna pared, está exento, y resulta inquietante. (En mi casa hay un sofá exento donde no se sienta nadie. Las tres nos apelotonamos en el otro, convenientemente pegado a la pared). Un matrimonio es un sofá exento de color verde furioso como hiedra bañada de rocío que hay que domesticar hasta poder pasarse una mañana o un domingo entero leyendo con calma y sin apuro. Sin cruces de navajas bergamescos.

Los secretos de un matrimonio, como los de un palacio, los cuentan los objetos. Si pudieran hablar. Las camas separadas por una cortina de hielo. Los cojines tan duros. Las mesillas gemelas.

Fointainebleau o una cárcel de oro, se diría.

“Sentada ante tu tocador  los esperabas, estás lista. Lista para rendirte al deseo extravagante que los trae. En tu carne tu orfebre ha puesto su tesoro…”

Me parece que mi Palacio es una cama y un sábado entero horizontal en compañía. Se me ocurre. Entre libros y películas, dormitando el descanso imprescindible. Sin contárselo a nadie, cultivar el secreto.