Después de varios meses en su refugio de montaña mi padre ha vuelto a casa a visitarnos y nada más llegar me ha arreglado el picaporte de una puerta.

A continuación, me ha montado un nuevo jamonero al que le faltaba una tuerca y juntos hemos bajado a comprar un cojocuchillo a la ferretería, donde mi padre es una celeb y le hacen la ola.

Luego hemos quedado en ir juntos el sábado a por una nueva vitro porque la mía está medio rota y sólo calienta por dos de sus cuatro bases.

Todo lo anterior, pensaréis, podía haberlo resuelto yo solita, pero se me había hecho bola y he esperado a que viniera él y se apoderara del rincón de los tornillos. Ese lugar que no frecuento más que por accidente o para montar una mesa endiablada de IKEA en una tarde tonta de domingo.

En menos que canta un gallo me ha advertido de que los sumideros de ambos lavabos “no tragan bien, bruja”. Y estoy segura de que en cuanto vuelva hoy de trabajar habrá una lista de chapuzas con sus respectivos diagnósticos. Y un despliegue de alicates, martillo y tacos de varios tamaños por toda la casa, porque mi padre siempre necesitó un asistente que fuera recogiendo lo que él dejaba, pero nunca se dio cuenta de ese detalle. 

Igual que yo no veo la caja de herramientas, él no aprecia el desorden. Estamos empatados.

Lo que sí aprecia, y mucho, es la paz doméstica. Y ayer, cuando volvimos de celebrar el cumpleaños de Minichuki con su padre y su hermana, me confesó que se había emocionado al vernos tan a gusto y en familia. Y me glosó las virtudes del progenitor de mis hijas mientras yo asentía al volante. Sin miedo a perderme porque estaba con él,  que lo mismo arregla una lámpara que una desorientación súbita.

Después se aseguró de quedar con su nieta para comer hoy, y su otra nieta, mi adolescente, le repitió dos veces la hora a la que llegaría a casa “para que estés y no te vayas con los abuelillos ésos, abu”.

(Además de arreglarnos las cañerías, mi padre es una ONG que pasea abuelos solitarios por la ciudad las pocas veces que viene. Yo le digo que me parece muy bien, pero que no invite a los viejetes a vino, que los va a alcoholizar. Que una vez le vi con un octogenario delante de una copa XXL rebosante y que cualquier día se le caen por la calle, y no precisamente por el reúma).

Mi padre ha entendido que yo necesito un hombre en casa, una brújula emocional, un cortador de jamón, un detector de cables rotos, un abuelo para las chukis que las mime y las consienta. Un hombro en el que descansar la cabeza. Y permitirme ser hija de vez en cuando. Que me cuiden, me arreglen algún desperfecto. Me protejan del mal y de las pesadillas.

Toda mujer aguerrida tiene esas necesidades básicas, pero no se atreve a confesarlas, sino que se levanta, escribe, prepara desayunos, se olvida de la lista de la compra, apunta los deberes a su ángel de la guardia doméstico (si tiene la suerte de disponer de uno), se sube a los tacones, se pinta los labios bien rojos, se marcha a trabajar, va al gimnasio a veces en lugar de comer y cuando vuelve hace recados, cena con sus hijas, discuten, se ríen y se desploma en la cama con un libro hasta que el tercer bostezo le apaga la luz como un soplo y se instala el silencio en casa.

Ayer por la noche olvidé cerrar la puerta con llave, como siempre. Mi padre estaba en casa.