Chicago no es el lugar ideal al que acudir cuando acabas de perder la cabeza y quieres  acurrucarte en el fondo  de una botella a esperar que remita la sensación de que te han arrancado las entrañas del cuerpo reiteradamente. Hay por lo menos una media docena de ciudades para un propósito así”. Ron Currie. “¡Todo importa!” (Seix Barral).

El lugar ideal para perder la paciencia en Madrid, no sé si la cabeza,  es la Castellana. Un océano si la cruzas tres o cuatro veces al día, en dos o tres tramos con sus respectivos semáforos y sus ejecutivos colgados de sus IPhone-5 (en breve 6). No se me ocurre una trasgresión más alcohólica que lanzarte a al mar/asfalto sin mirar si paran los coches. El concierto de bruscos frenazos, las  rayas negras de neumáticos histéricos pintadas sobre el asfalto.

Jorge Vázquez, primavera/verano 2015

Ayer decidí hacerle un corte de mangas a la Castellana y  tomar un taxi hasta un desfile de moda. Ese espectáculo de música, volúmenes y sensualidad que te habla del verano que viene, cuando ya seas otra, mudada la piel y el corazón,  y vuelvan las ganas. En el front row, un ejército de señoras rubias, socialites entregadas y algún notas displicente con mohín de asco perpetuo y ganas de pisar la pasarela. Y entonces vi, justo enfrente de mí, a la jefa de mi amiga C. Una mujer de sólida carrera política que contraviene todos los clichés del funcionario con cargo. Me consta, porque así nos lo cuenta C. a las amigas de la universidad, que trabaja de sol a sol, que no le gusta figurar ni cortar cintas rojas en las inauguraciones y que no toma decisiones arbitrarias. El ejemplo honroso de que no todos son iguales. Vagos, mangantes, conspiradores y moderadamente inteligentes.

Así que en cuanto terminó el desfile me lancé a por ella con vehemencia de experta cruzadora de la Castellana. Para ello tuve que saltar la alfombra roja donde minutos antes una modelo subida en tacones traicioneros casi tropieza en mis narices al engancharse con el encaje del vestido. “Hola, soy amiga íntima de C.”, me presenté tras recitarle de corrido mis credenciales profesionales. “Pues tienes mucha suerte, porque C. me ha cambiado la vida”, respondió ella. “Ahora sé que puedo confiarme en sus manos porque está siempre atenta a mi agenda, se anticipa, es muy responsable y trabajadora y encima tiene buen carácter”, recitó también de corrido y sin dejar de sonreír.

A mí el orgullo se me salía por la boca. Sobre todo cuando ella me confesó que le daba apuro lo mucho que trabaja mi amiga. Funcionaria de ocho a ocho con sueldo de ocho a tres. “La pobre me sigue el ritmo y no se queja jamás”. Yo asentía con el entusiasmo de una madre a quien el profesor del colegio pone por las nubes a su hijo. Y cuando nos despedimos, con un abrazo de cálida simpatía mutua, aún me dijo: “Muchas gracias por venir a saludarme”.

Añadiré que se trata de una política del PP que trabaja en el ayuntamiento de Madrid.

Regresé feliz por el encuentro y corrí a contárselo a mi amiga. Todo el grupo de íntimas de la universidad, más de 25 años juntas (con alguna más de 40) le hicimos la ola y disfrutamos como se disfruta de los grandes éxitos de la vida. No sé qué hubiera escrito Ron Currie al respecto. Yo diría: Hay encuentros que te arreglan un día aciago donde sólo esperabas cruzar la Castellana cuatro veces, doce semáforos. Incontables mamarrachos con su I-Phone marcando paquete. Se me ocurren una docena de situaciones para sonreir a 38º. Pocas tan inesperadas como la de ayer.