La novia cadáver

Una vez, alguien que decía quererme me regaló unos pendientes.

Llevaba por entonces unos quince años sin colgarme nada en las orejas. De modo que sólo había dos lecturas posibles a aquel gesto dadivoso: o no se había fijado en mí en todo ese tiempo de apasionado amor, o no me quería y me lo estaba dando a entender de esa manera.

Sin duda hubiera podido escoger otras fórmulas disuasorias, como por ejemplo regalarme diez tickets para  la montaña rusa más alta del mundo. Allí, entre vómito y vómito, le hubiera mandado al olimpo del los ex amantes. Esos que un día dejaron de acertar en tu cumpleaños, en tu aniversario, en tu ascenso laboral.

Novia a la fuga

Todo esto viene a que desde hace unos días recibo correos con el siguiente reclamo: “Prepárate para el mejor San Valentín de tu vida”. Y me preparo, aunque no sé muy bien para qué. San Valentín son mis orejas agujereadas malamente por una comadrona tuerta que han debido cerrarse, involucionar según la teoría darwiniana de la falta de uso. Es un escáner que recibí como regalo mientras esperaba un billete de avión a cualquier parte. Es -el colmo- un sujetador de caramelos de venta en los sex-shops más cutres del planeta que nadie se comió, si exceptuamos los perros que rondaran esa noche por el contenedor de la basura…

Mi querido San Valentín, ahórrate la molestia.  Esta noche mi disfraz de carnaval es un mix entre  La novia cadáver y Novia a la fuga. Llevo toda la semana durmiendo con mi traje de boda colgado de la puerta del armario, de modo que cuando abro los ojos, en medio de la noche, me sobresalta una figura sobrecogedora y me encojo bajo las sábanas convencida de que entrará la loca del torreón de Jane Eyre, la primera señora Rochester, y lo hará jirones con unas tijeras oxidadas. Y luego me mirará con los ojos inyectados de sangre y me dirá: “soy el regalo que estabas esperando. Un relato perfecto, la encarnación de la novela de tu vida. Justo lo que soñabas”.

Tengan todos una gran noche de carnaval. La novia que me habita debe prepararse para la gran ceremonia de amor y muerte. Suena una sonata de Bach. Ella se mira al espejo, iluminado apenas por dos antorchas, y se arranca con furia los pendientes.

Después agarra unas tijeras y va rasgando el traje hasta hacerlo jirones, y su imagen se funde en una carcajada siniestra. Rochester es mío, mío para siempre.

(Efectos adversos de la buena literatura. Consultar prospecto)