Hay un día en que dejas de ver que la luz del hall es sólo una bombilla, que hay una tira del parqué sin barnizar hace nueve años o aún no te has deshecho de algunos platos desportillados que ocupan pero no sirven. El tiempo es un anestésico eficaz. El mejor, porque consigue hacer un efecto venda sobre los ojos.

Hasta que llega tu madre y suelta: “A ver cuándo pones una lámpara como es debido”.

A mí buscar lámparas me aburre que me mata. Como comprar cuberterías. Lo siento como algo prescindible, porque a esta casa sólo vienen amigos y familiares, nunca jamás señores con los que quedar bien y que eventualmente saldrían por la puerte murmurando: “¿Te has fijado en que tiene una tira del suelo sin barnizar?”.

No, no estoy preparada para una inspección. De ninguna manera. Hay libros que no querría enseñar, zapateros rebosantes de tacones y tiras de cuero enredadas, una despensa que jamás se ordenó con criterios lógicos donde las cervezas se apoyan en los packs de macarrones, y un chill out -así llamamos las chukis y yo pomposamente a la terraza que nos decoramos al estilo Las Mil y una Noches– donde dos bicicletas pinchadas esperan mis oficios mientras acumulan polvo.

Cada sábado, como hoy, me despierto sobresaltada porque sé que debo poner parches en mi vida, no sólo en las ruedas. Y cada sábado me enredo en otras tareas menos útiles pero más satisfactorias. Hasta que llega mi madre y me dice: “A ver si quitas esos trastos de ahí, que te van a comer”

Sueño que soy devorada por mi dejadez, y me entran sudores. He construido mi entorno al estilo camping Rosarito, y esto requiere una explicación:

El otro día andaba de excursión por la comarca de la Vera (Cáceres) lindando con Toledo. Un lugar de vegetación lujuriosa y cruces de caminos. Buscábamos el embalse Rosarito porque el nombre nos hacía mucha gracia. Al fin dimos con una señalización de carretera: Camping Rosarito. Y allá que fuimos, con la idea de tomarnos unas cervezas en el bar, a orillas de un paisaje sobrecogedor, con la sierra de Gredos de fondo.

A la entrada, un tipejillo moreno, enjuto y sin camisa. “¿Sabe si en este camping hay cafetería?”, pregunté con cara de rubia que no ha dormido jamás sobre el suelo (y sí, lo he hecho). “Pues si no lo sé yo…”, murmuró el hombre, a la sazón el vigilante, indicándonos la dirección del bar.

Era más bien un barracón, y a nuestra entrada se hizo el silencio. Sin duda porque éramos los únicos seres con camiseta de cuantos había allí. Pedimos las bebidas y huimos por si se trataba de un concurso de topless rural. A nuestro alrededor, chabolas. O sea, lo que en origen fue una parcela para una tienda de campaña o autocaravana había ido evolucionando. La caravana tenía un  techadillo de lona, al techadillo le habían puesto una placa de uralita verde a modo de pared, y de ahí salía una cortina hule de flores. Dentro se oía al abuelo roncar y la tele a tope. En otra parcela alguien se había hecho un pequeño jardín con maceteros de PVC, otra tenía varios ambientes con todo tipo de enseres aquí o allá. Y de la siguiente salía música heavy a tope.

Sí, el mundo Rosarito era un infierno al lado del paraíso. Porque cuando alcanzamos la orilla del embalse vimos una secuencia de Emir Kusturica: dos familias sentadas en sillas de plástico dentro del agua, varios niños desnudos, un perro circense que jugaba al fútbol y otro enorme e inmóvil, fuera, que juraría estaba muerto.

Pero ellos parecían felices y satisfechos, y no iba a ser yo quien los sacara de su horror con una frase del tipo: “¿No se han dado cuenta de que esto es un campamento quinqui que no pasaría los mínimos de una inspección sanitaria?”.

Como mi casa. Tan pulcra en apariencia, tan ordenada pero tan llena de agujeros. Y con ese suelo por pintar.
Como mi vida: siempre desordenada y en construcción.