Mi ángel de Belén

No es el porvenir, no cabe, y sin embargo, hubo un uso cotidiano en el que el pensamiento se acogía al futuro como reserva de los mejores deseos. Luis Mateo Díez. La soledad de los perdidos.

He colgado hoy el ángel del árbol de Navidad por no colgar a mi vecino del séptimo y a sus dos angelitos diabólicos. La figurita es de algodón, pero no del comestible. El pobre parece más un ser inofensivo que dotado de superpoderes, y vive ajeno a su protagonismo estelar entre fruslerías de madera con vivos colores.

Su excepcionalidad radica en que me lo ha regalado C. y viene del mismo Belén. Esa ciudad donde el buey y la mula vigilan bombardeos  más que niños. Me parece milagroso seguir creyendo en dios, en cualquier dios, cuando uno desayuna en pie de guerra y no cabe el porvenir ni leyendo a Luis Mateo Díez.

Yo creo en mi ángel de algodón porque ha viajado mucho y a mí los kilómetros  me producen un respeto. También porque mi cita a ciegas de ayer me pareció un encuentro luminoso, la providencia de los que no creen en que  los años te vacunen contra el júbilo del hallazgo de una amistad probable. Por creer,  creo que me voy a tomar el cruasán que me ha subido mi padre aunque mi estómago es un establecimiento que tarda cada vez más en abrir sus puertas cada mañana. Y aunque el vecino de arriba decidiera cambiar todos los muebles de sitio anoche a las 2 A.M, fastidiándome el sueño.

Porque el vecino de arriba es siempre el tapado de satán. Y en mi caso tiene dos hijos como potros salvajes que galopan por la casa como si el pasillo fuera un hipódromo de ejemplares puestos de cocaína:

Toc toc. Llamo, ataviada de eso tan inconfesable llamado “ropa de estar por casa”. Pasan unos segundos. Alguien me escruta desde la mirilla. Debo tener mala pinta, desposeída de mis Louboutin. Al fin abre, desconfiado y en “ropa cómoda de vecino” (pantalón  suelto, sudadera atávica, pantuflas de abuelete)

-Buenas noches, verá, es que alguien está jugando a las carreras sobre mi cabeza, y suena muy alto.
-Ya, mira, es que tengo hijos pequeños y hace unos días estrenaron zapatillas de estar por casa.
-Entiendo, pero algo podrían hacer o le juro que además de ángel tengo a Herodes, y los siglos no le han atemperado el carácer.
-Sí, bueno…¡¡¡Mercedessss!!!.

Sale Mercedes, en chándal de lycra. Mercedes es siempre el comodín del público (del marido) y suele llevar un trapo de cocina entre las manos y las ojeras del temeroso. Me mira raro. Me atuso el pelo por si así me hago respetar. Dice que no puede devolver las zapatillas de Zipi y Zape a estas alturas. Que los niños son niños y juegan (ahí están, vestidos de andar por casa y con mirada insolente a sus tres años) Iniciamos una negociación a la altura del típico caso de máster del Instituto de Empresa.  Los fines de semana usarán las zapatillas viejas, dado que la loca del sexto (yo) es de oído fino. Y entre semana seguirán con las de claqué, puesto que se acuestan pronto y hay menos margen para dar por saco. Sonrío y mi estilismo doméstico y yo volvemos a casa, saboreando la semivictoria (win, win).

Olvidé decir que me he presentado como la del sexto, sí, pero también como presidenta de la comunidad. Lo que me dota de un empaque y una autoridad sin parangón.

Imbuida de espíritu navideño, me trago el cruasán sin rechistar, bajo la mirada vigilante de mi padre, que corre a fumar a hurtadillas en la terraza. Hoy es Nochebuena y nada ni nadie alterará mis pulsaciones y mi ansia de paz universal. Decido que mi ángel se llamará Porvenir y le beso en la cabecita. Apuro mi tercer café. Es Nochebuena, no hay misiles en el cielo. Nada malo nos puede suceder.