A veces los tiempos se agotan antes de tiempo, como las legislaturas. A veces un libro no está de dios, por mucho que lo busques, lo desees.

(Hubo un tiempo en que me creí a salvo de la intemperie, cobijada bajo unas alas largas, delgadas, poderosas. Así que, confiada, rompí el cristal de mi reloj de arena, y me desparramé.  Y aún me ando buscando, grano a grano).

Empiezo dos, tres veces, el libro “Espejo de sombras” (Argos Vergara) de Felicidad Blanc, madre de los Panero, que me manda gentilmente C. con un extra cálido que agradezco: “Pertenecía a mi hermano, verás que está su nombre”. El ejemplar, de 1984, es, pues, de segunda mano y me parece un regalazo que arranco bajo el edredón confiada en que no habrá decepción posible. Pero esa mujer que tanto miedo daba en su papel de madre tenebrosa, de víctima sin reconocimiento, viene cargada del polvo de los días y mi cuerpo reacciona urticado, y me pica y estornudo, y me salen granitos hasta que cierro el libro.

Pero lo retomo cada día un rato, en mi curiosidad malsana. Pg 125, al azar. La infeliz Felicidad confiesa un episodio de su noviazgo con Leopoldo Panero.

“Hay días en que nuestro amor desciende. Da la sensación de que no me comprende, de que lo mejor mío no lo valora. Una tarde reñimos. Aquello se acaba”.

Y entonces el poeta, albañil de la pluma y la palabra, le sacude unos versos de amor. Un alarido:

“Lo más mío que tengo eres tú. Tu palabra
va haciendo débilmente mi soledad más pura”.

Y no creo que haya una sola mujer en el planeta que no claudique ante un texto así. Que no dude de la verdad absoluta del sentimiento que impulsa tanto brío. Que enfríe su candor y piense, ya, esto es oficio de poeta. Pero el hombre que duerme detrás no es ese hombre.

Felicidad Blanc

A Felicidad Blanc el tiempo del amor se le agotó antes de tiempo, al parecer. Pero decidió cerrar los ojos y caminar hacia el borde del precipicio.

“Y vuelven las tardes lentas en el café de las Salesas, las conversaciones en las que sin saber por qué me encuentro sola (…) Me voy declarando vencida”.

Me pica, me pica la cabeza, me invaden las ganas de llorar o el escozor. Me rasco distraída el cuello, hasta que noto que podría desollarme. Suelto el libro, lo alejo unos centímetros. Pobre Felicidad. Siento que he asistido al inicio de la maldición de una estirpe. Que todo verdugo, como dicen, fue víctima alguna vez. ¿Es imposible querer cuando no te han querido? Hay una herencia envenenada que cubre con su sombra a las familias y mata todo brote nuevo, esperanzado.

Salto con guantes a otra página y a otra. Descripciones mundanas. Londres, los círculos intelectuales, escritores borrachos, ególatras militantes del verso. Astorga, el caserón. Lo que vino después.

(Hay un instante, pienso, en que toda mujer y todo hombre sabe que debe decir basta. Y a veces, a menudo, no lo hace. Y nace el primer hijo, y el segundo, y el tercero. Y un día de repente se sienta polizón en un autobús que corre demasiado).

Ay, Felicidad…

Debiste verlo entonces, mucho antes. Un hombre que mira tu librería, Infelicidad, y te advierte que como hay libros que él ya tiene los tuyos habrá que venderlos antes de casaros es un déspota, un cruel desinhibido. Da igual lo que te escriba, las musas se inventaron para seducir incautas, ambiciosas sensibles. Muchachitas con hambre de marido y de brazo. Y poco más.

Justo antes de tomar mi segundo café con medio antihistamínico Felicidad confiesa su amor secreto con Luis Cernuda. Respiro aliviada.

Una página más, sólo una más. Vuelve Leopoldo de viaje.  “El amor se ha vuelto a reducir a un amor de alcoba, y las noches vuelven a ser las mismas: la soledad y la espera”.

Tristísimo. Buscaré el libro de Felicidad Blanc libre de ácaros y con las mismas sombras. Gracias, querido C. por este detalle de cariño.