Minichuki quiere que me dedique a la política. Después de tantos Telediarios en familia como crónicas de la pasarela de la corrupción, desenfundó su apabullante sentido común: “Mamá, si todo está tan mal, por qué no te vuelves política?”. Le parecía la consecuencia natural de mis decepciones expresadas en voz alta. Dejar de ser público, sujeto paciente, y dar un paso adelante.


Mi tentación  fue responder: Hija, para eso hay que ser extremadamente ambicioso, singermornista, vanidoso, mentiroso, torticero, hipócrita, ambiguo, oportunista, sibilino, mediocre… Pero no me pareció correcto introducir el desaliento en una niña de doce años, y le dije que me espanta viajar en avión o una boutade semejante.

Anoche en la tertulia de amigos madrileños de Asturias se habló de política, desde luego, y de otros temas de alcance mundial: de si uno tiene que “supervisar” el wasap de los hijos o cómo hemos sobrevivido los hijos de los sesenta a una educación plagada de silencios. Respecto al sexo, eso que descubrimos a trompicones, P. decía que un día sus padres lo llevaron al cine y ponían Largo Verano del 42. “Una película sensual, me parece”. A la salida le dijeron: ¿Hijo, lo has entendido? Y respondió: Sí. ¿Pero lo has entendido todo? Sí. Y ahí terminó su educación sexual.

Respecto a lo de los wasaps, alguien comentó que había visto en el teléfono de su hijo un diálogo sobre pajas, que si te haces, que si no te haces, y que sin que eso fuera motivo de sobresalto, sí parecía suficiente como para mantener la vigilancia. Y de nuevo volvimos al gap generacional.

-Yo jamás hablé de eso con las chicas, ni a esa edad ni mucho después.
-Ni yo. Pero parece que ese es un tema común en las conversaciones de ahora. No me parece mal, pero me pregunto dónde está la barrera de la intimidad, si es que existe. Eso que uno se reserva a sí mismo o como mucho a la pareja.

Creo que hacerse mayor es un inevitable salto al conservadurismo entendido como conservar los muebles delicados del naufragio alborotado que es crecer. Aquello que por obra u omisión mantuvo un misterio que no estorba. Con el paso del tiempo he aprendido el valor incalculable de guardar en secreto conversaciones con alguien que se pone en tus manos a riesgo de romperse si le fallas. Y que no comparte eso con nadie más que contigo, lo que convierte el objeto de silencio en una joya de alto valor que tú envuelves en un pañuelo de seda y guardas en el cajón de lo sagrado. Ser confidente es un valor crucial del que no hablamos demasiado. Y sin embargo, ahora lo pienso, mis mejores amigos jamás han traicionado mis secretos, y los que lo han hecho ya no son mis amigos.

No se puede hablar de todo con cualquiera. Eso pienso esta mañana gris y malhumorada de nubes e intendencias. Ayer, antes de la cita astur y cervecera, alguien le dijo a un hombre que su hija necesitaba hablar con él. Tener un espacio íntimo para comunicarse. Los dos solos, sin ruidos ni voces accesorias. El hombre miró a su hija, nuestra hija, con un amor inmenso y le dijo que estaba disponible y que por eso la invitaba a comer algunos viernes, después de recogerla en la universidad. Para hablar a solas de sus cosas. Me emocionó esa escena tan sencilla porque creo que a menudo en las familias no hay más intimidad que la funcional, la del pijama y las zapatillas. La del Telediario y las noticias desoladoras. La del wasap que ahora delata si lees o no lees pero no cuenta lo que sientes, lo que extrañas, lo que quisieras hablar pero no puedes, o no quieres, porque conviene preservarlo de ojos y oídos extraños. Porque no todo es compartible con cualquiera…

P.D. Gracias  A.T por este fragmento de My dinner with Andre, que te robo con tu permiso!