Minichuki me llama para contarme que ha conseguido un diccionario de francés y una enciclopedia de París para preparar bien nuestro viaje. “Hoy he aprendido a decir lo fundamental: 1. Buenos días, 2. Muchas gracias y 3.¿Me da un zumo?”. A mí su confesión me da risa, pero sé que no hay nada más serio que mi hija cuando tiene un propósito, y enseguida entiendo que saludar, agradecer e hidratarse es lo más crucial en un país extranjero y hasta en el tuyo propio.

Luego caigo en la palabra “enciclopedia“. Tan vetusta como una cabina telefónica desde que la Wikipedia la empujó por el barranco del desuso. Y encuentro a mi hija muy Voltaire y muy Diderot. Quizás lo siguiente de lo que me hablará será de su mesilla de madera de palosanto o de que quiere un escapulario o un camafeo como fetiches para sus partidos de fútbol.

-No creas que he aprendido poco hoy, pero me distraje porque la piscina se ha teñido de verde.
-Eso es que no te has duchado, marrana.
-Jajajajaja! Oye, me gustan unas zapatillas de mi prima de uno que se llama…(a gritos: “¡¡¡¡Clau, cómo se llaman tus zapatillas???!!!! Ah, sí, Tommy Hilfiger!!! ¿Y ese quién es?
-Un escalador de ochomiles muy famoso… Esas zapatillas son muy caras, no se te ocurra pedírselas a tu tía.
-¡Ah, pues vale! Oye,  yo he corrido hoy con mi hermana una carrera de resistencia y la he ganado de lejos…

A más de 500 kilómetros de distancia las responsabilidades maternas se diluyen y se concentran en lo esencial: 1.Buenos días, cariño. 2.¿Cuántas veces te has tirado desde el trampolín? y 3. Te echo de menos. (En lugar de las cotidianas y cansinas :1. ¡Despierta, vagoncia, que son las 7h!  2.¡Otra vez se te ha olvidado la agenda escolar con los deberes! y 3. ¿Quién me ha robado el cargador del móvil?. Todo muy Diderot y muy Voltaire. Entiendo que la alta burguesía siempre se ha enorgullecido de su relación con los hijos gracias a que los depositaba en internados. Allí aprendían bastante más de tres frases en lenguas vivas o muertas, y volvían despegados y con hambre de besos, centrífugos y centrípetos al mismo tiempo.

Yo debo conformarme con dos semanas de telematernidad en las que no repito las órdenes (ni ordeno) y no persigo a nadie para que haga lo que presuntamente debe hacer. Vacaciones auténticas. Porque cuando llego a casa tampoco debo ser ejemplar, y me doy el gustazo de abandonar vasos semillenos por las mesas, tirar los calcetines de correr a ver si son capaces de ir solos a la lavadora (se han dado casos, milagrosos) y cenar de cualquier manera (lo que yo llamo menú disociado: mejillones en escabeche+plato de jamón ibérico+espárragos de Navarra con su mayonesa gourmet). Además, he decidido reducir mis visionados de Telediario a los titulares y tres o cuatro desarrollos de noticia porque la casquería de sucesos me produce úlceras, de modo que antes de las 21.30h, si no tengo una cita irresistible que me arranque extramuros, estoy lista para chutarme tres capitulinchis de mi serie de abogados. Un lujo muy poco Hilfiger, lo reConozco, pero que me procura una satisfacción muy Chanel y muy Dior. Y así se lo hago saber a Minichuki.

-Qué morro, mami, ¡estás haciendo todo el rato lo que quieres!
-Y encima me he comprado una cama nueva.
-¿Y para mí, qué? ¿Vas a dejar que tu hija siga durmiendo en su colchón de cuando tenía dos años? (sí, la Diderot es dramática e hiperbólica como ella sola)
-Tu colchón está nuevecito, guapa. No tiene ni un lustro.
-Vale, no me compres las zapatillas del escalador ése pero cámbiame la cama.
-O.K. Me lo voy a pensar.
-¿Me quieres contar alguna cosa más o me voy al baño?
-No, ya está. Un beso, cariño. Y dale otro a tu hermana de mi parte.

A 500 kilómetros de tus hijos la vida se contempla como desde un mirador al fresco. Con la tranquilidad de que están bien custodiadas por su padre y rezando para que tarden lo más posible en averiguar quién es en realidad Tommy Hilfiger. Y entiendes que es un alivio necesario, que la distancia no es el olvido sino el Acuarius para coger fuerzas y seguir siendo esa plasta que tiene que educar y preparar cenas equilibradas. Y mientras escribo esto cuento uno, dos, tres vasos abandonados por el salón. Bendita sea la entropía de las madres sin cargas.