Beatrice, quizá a causa de la muerte de su padre, que recordaba con nitidez, sentía un obstinado pavor al otoño. Había un momento del año, a finales de agosto, en que el verano asaltaba los árboles colmados de hojas con un poder deslumbrante, pero un día, de improviso, quedaban extrañamente quietos, como si temieran algo y se pusieran en guardia. Lo sabían. Todos lo sabían: los escarabajos, las ranas, los cuervos que andaban con solemnidad por los prados. El sol estaba en su cenit y abrazaba el mundo, pero tenía las horas contadas, todo lo que uno amaba corría peligro“.  James Salter. “Todo lo que hay”  (Ed.Salamandra).

Todo lo que uno amaba corría peligro. Qué magnífica forma de resumir el final de una estación que ayer me brindó su apogeo literario en una toalla sobre la arena y el mar de fondo. La melancólica tristeza de despedirse de algo o de alguien se parece a un árbol que deja caer una hoja, y luego otra, pero apenas lo percibes. Cuando te quieres dar cuenta ya es tiempo de rebeca y ese árbol se ha ido quedando desnudo. Silenciosamente.

Vuelve Salter a mi vida y vuelvo a experimentar el asombro ante sus magistrales descripciones del sentimiento y, sobre todo, de la pérdida sobrevenida. Esa sensación yerma y arenosa donde el epíteto se mite con cuentagotas y no hay falsedad escondida tras las palabras. Nada es gratis entre sus líneas, y querría conocer a este señor casi nonagenario que no ha dejado que la pasión se borrara de sus huesos. Que mantiene el nervio y la libido intelectual (de la otra carezco de datos) por todo lo alto.

La cremallera fue cediendo diente a diente. Estaba un poco nerviosa pero sucedió tal como se había imaginado, el toro Apis. Tersa y dilatada, la polla casi cayó en su boca y, ganando confianza, empezó. Fue el acto de una creyente”. 

James Salter

Cuando Salter narra una primera felación, lo hace a conciencia. Con un tempo y una atmósfera propicios que justificas cada movimiento. Y eres tú. Hace unos días alguien a quien recomendé este autor me dijo que al final le había disgustado el libro por machista. Por exceso de imágenes eróticas a costa de la mujer. Yo entonces no lo había empezado pero ayer, en la playa, comprobé que al menos dos de las mujeres que protagonizan escenas de sexo mandan en ellas como sacerdotisas. Y no me pareció nada mal. El sexo es una alternancia desnuda de poder. Un intercambio de cetros y coronas donde lo importante no es la moral, desde luego, sino que, ya narrado, no te provoque un respingo por absurdo o gratuitamente explícito. Todo el que escribe sabe lo difícil que es describir un asalto erótico. Una escena de amor encendido sin ser gratuitamente procaz, ni cursi, ni vulgar.

Salter domina la materia y fantaseo con el tipo de amante que habrá sido. Imaginativo, sin duda. Obsceno en ocasiones. ¿Divertido? No sé… Desesperado, sin duda. Las heridas de guerra, el pánico, llevados al somier que chirría en una noche de viento y desembarco. Su visión correosa de soldado, de piloto de guerra. El éxtasis de la muerte, la metralleta lista, el sopor de después. La mujer que abandona su cama y se dirige tranquila al cuarto de baño, y se pone la blusa de seda y dragones. Y la penumbra acaricia su piel estremecida y es el fin del verano.

Desembarco en una playa por un fin de semana y es como tirarse a un desconocido en un bar de marineros. Excitante y provisional. Salgo a correr y sudo al desembocar en esa orilla. Me descalzo y siento el calambre metálico del agua. El Sur es Norte por un rato. Nado con furia y un perro me contempla famélico y nervioso. Huele a algas, a marisco recién capturado entre las redes. El primer rayo del cielo calentará después, no todavía. Corro a la toalla, me tumbo y saco a Salter. Abrazo gozosa su ancha espalda y me revuelco en sus palabras. Soy plenamente consciente de que tengo las horas contadas. Innecesaria toda consideración moral.