Familia

En la playa, observo familias con espíritu darwinista. Son la prueba desnuda de que homo sapiens no somos una sola especie. Ni demasiado sapiens. De que somos a pesar de nuestros padres (esa frase que repito y que tiene efecto boomerang contra mí misma). De que cuando nos quitamos la ropa y los zapatos se nos va mucho más que el pudor y la vergüenza y se nos ven las intenciones (algo mucho más antiestético que los cúmulos que el sobrepeso dejó acá o allí).

Toma 1: Familia compuesta por padre juvenil, madre embarazada a punto de estallar y niño preguntón de unos siete años:
-Papá, no le digas a mamá lo que le voy a preguntar. Capitán América es de Marvel o de Disney? A ver si se lo sabe.
El padre juvenil no mueve un músculo, no mira al chaval. No se da por enterado. La madre y él inician un diálogo algo deconstruido sobre cómo será el bebé que está a punto de ser expulsado al paraíso familiar. El niño contraataca.
-Será más bajo y más tonto que yo. Ya lo veréis. Pero Capitán América ¿es de Marvel o de Disney?
Una tormenta de celos se desata en una playa astur, pero esos padres tienen pereza de sacar el paraguas. En su lugar, le dan a tope a la cerveza en lata con patatas fritas. El alcoholismo a veces empieza ahí. Por no escuchar a tus hijos te da por beber y ponerte hasta las trancas de grasas saturadas. Las arterias se obstruyen a causa del tedio de las familias. Ya lo he dicho. Y lo digo porque llevo tres meses sin probar una sola patata frita y diría que mis hijas me respetan más y me hacen más caso (aunque podría ser un espejismo, porque no he renunciado a la cerveza ni a la fabada ni a las croquetas de cabrales, esas delicias bárbaras).
Lo que me lleva a sugerir una exitosa campaña causa/efecto que lo petará entre crítica y público. “Amar y adelgazar, todo es empezar”. Y de paso reconstruye tu vida familiar. Porque ese niño está acumulando inquina y cuando nazca el hermano bien podría inspirarse en Caín y Abel y golpear al enano aunque sea tonto, o precisamente por eso. Y la quijada quedará en una bolsa como prueba número uno, señoría, sin desestimar la bolsa de fritos y las latas de cerveza (pruebas números dos y tres, respectivamente).

Capitán América

Todas las familias alteradas se parecen. Las calmas lo son cada una a su manera. Pero estas últimas carecen de interés desde el punto de vista de la observación estival o literaria. En general en las familias pasan cosas, sobre todo si su ecuación incluye bebés (o nasciturus), adolescentes y/o animales domésticos.

Ejemplo:Unos amigos me cuentan de otros que, tras programar un verano de ensueño en una isla griega, con todos los extras del romanticismo (no hijos, no animales, no amigos de toda la vida) se han quedado en tierra porque hubo que operar de súbito a la gata. “Vamos, que soy yo y tiro a la gata desde un sexto” (dice ella dulcemente y mirando pétrea al infinito de una playa salvaje como las chicas de las monjas que un día fuimos ambas. Amiga a la que quiero y conozco desde parvulitas. Mujer cabal que no ha matado una mosca en su vida pero a ratos querría empuñar un kalashnikov y acogotar contra la pared a los miembros de su unidad familiar de destino). Pero esta vez no la secundo porque ahora tengo a Brontë y entiendo ese amor desatado a tu mascota, y ya no soy esa que juró que jamás permitiría que un animal saltara sobre su cama y aún menos que se acoplara con su lomo a su espalda, acompasadas las respiraciones. (Puajj qué asco!, hubiera dicho ella). ¡Ay la hemeroteca cuánto nos cierra la boca!
A nivel familia, nosotras nos alteramos lo justo en vacaciones. Ayer, verbigracia, despertamos con dos ruedas del coche pinchadas con sendos clavos. Sospechoso, diréis, y yo lo dije también porque no habitamos cerca de una carpintería. Pero no nos subieron las pulsaciones de 60. Llamamos a la grúa, que no tardó en llegar y nos llevó de excursión a mi hija mayor y a mí al grito desconcertante de: “No hace falta que os abrochéis el cinturón, si en dos minutos entramos en la autovía”. Y un rato después un mecánico obsequioso nos arreglaba el desaguisado y yo glosaba a mi hija la enorme suerte que habíamos tenido de pinchar a primera hora de un 1 de agosto, y ella me miraba con cara de “mi madre está tarada” pero fingía interés, porque para eso llevo tres meses sin probar grasas chungas y eso te lo valoran tus hijos. Sobre todo si la prohibición no los incluye.
Lo dejo ya. Ha salido el sol y en un rato saldré a cazar familias y modismos. Si nada se interpone en nuestros planes, seremos felices en nuestra alterada cotidianidad. Y lo que ha unido el caos, que no lo rompan el hombre ni unos  clavos sospechosos de la carretera.