Woodstock

-¿Cuántos años tienes?
-Tengo 82
-¿Y te los notas?

Ayer un encuentro entre vecinas y ex vecinas a pie de portal dio no menos de cuatro o cinco titulares y abundantes carcajadas domingueras. La del ¿te los notas? nos acababa de confesar su edad -50- y que “con estos años una ya puede despanzurrarse a gusto” (se refería a permitir que las carnes se expandan a su libre albedrío).  La otra, mi amiga M.J, que fue vecina y con la que intercambiaba gazpacho y confidencias, estaba preocupada porque esta semana vuela a Camboya, “y mira ese avión que se ha estrellado y no lo encuentran, sólo hay una mancha de aceite…Voy a tener que ir drogada, Orfidal o algo….

Su madre, la adorable señora de los 82, confesó que igual este verano se arranca y se pone biquini por primera vez en su vida, que de jovencita y en el ambiente militar en el que creció “estaba muy mal visto”. Y la cuarta en ciernes, hermana de MJ, remataba con un “es que mi madre no tiene un ápice de celulitis en las piernas“, que provocó en la señora un gesto de orgullo y coquetería tan puro que me hubiera gustado hacerle una foto con el siguiente pie: “Mujer estupenda de 82 que no nota sus años y se dirige con paso firme a por su primer dos piezas“.

Yo volvía de El Retiro, a donde había ido buscando la soledad de un árbol y un banco para leer y me encontré con Woodstock. Miles de madrileños y adláteres invadían efervescentes de primavera y sol los paseos de ese parque tan querido y era inútil tratar de emboscarse porque todo estaba ocupado por piernas, brazos y cabezas en una orgía light multicolor. Al fin, desestimé el banco y busqué un árbol con un trozo de césped sin bicho humano. Abrí mi libro y me enfrasqué en la lectura, hasta que una conversación cercana sacó a la curiosa que me habita.

Tú a mí no me quieres, sólo te gusta que esté y te haga caso. Pero no me quieres.
-Cuántas veces tengo que decírtelo para que me creas, gordita. Si hasta te escribí la carta esa…
-Sí, pero estaba llena de faltas de ortografía, que me lo dijo la Celi. ¡Menudo bajón!
No seas quisquillosa y deja que te toque una teta, anda.

En ese punto volví a clavar la vista en el libro, temerosa de que el poeta del amor cumpliera su amenaza y se abalanzara sobre la chica, de unos veinte años, pechugona y despanzurrada prematura, vestida con una mini/fajín y pantys color carne cuya entrepierna colgona asomaba bajo la ¿falda?. Y es posible que sucediera porque se hizo un silencio de unos cuantos segundos, que aproveché para reflexionar:  

¿Podría enamorarme de un tipo con faltas de ortografía que prueba la fuerza de su amor magreándote en Woodstock? ¿Qué lleva a una chica bien nutrida y sensible a juntarse con un tipejillo en chándal flaco como un perro y poco dado al romanticismo? ¿Tocar una teta es una prueba irrefutable de amor bajo un castaño? ¿Debería esa chica guardar la carta para cuando vengan tiempos de zozobra y la duda se instale entre sus pechos y otro hombre le baile el agua mirándola a los ojos y no al culo?

Cuando levanté la vista la pareja se estaba dando un lote sideral y casi me rozaban, así que cerré mi libro y salí pitando y un poco entristecida. Pensé que el cortejo de esos dos era  una montaña rusa donde para sentir hace falta tirarse de muy arriba, y gritar tapandose los ojos. Y vomitar acaso al llegar al suelo. Luego pensé que igual me estoy haciendo mayor y sin desestimar el lote en la pradera, del que soy partidaria, no trago con el chándal sin deporte ni pienso despanzurrarme a los cincuenta.

Que me gustaría que a mi adolescente su chico le dijera ternuras al oído, en rima sonante o asonante, y le escribiera cartas muy largas con relatos bien urdidos. Que yo misma guardo algunas para cuando llegue a los 82 y no tenga nostalgia de biquini pero sí de love is in the air y de tardes de domingo bajo un árbol.

Y que dejarse tocar una teta puede ser poesía o casquería. (Un pareado, sí, tipejillo del chándal).