Es uno de esos tipos que en las fiestas siempre se entretiene hablando con el camarero, con la del ropero… Con cualquiera que considere accesible. No es que practique el buenrollismo universal, es que su complejo sólo le permite interactuar con los que considera inferiores. Puede ser un tímido patológico, también. Y a menudo es ese pelma que en las bodas impide que el trasiego de la barra fluya convenientemente.

En ocasiones, trata de ligar con la chica que sirve las copas. Le dice lo bonitos que tiene los ojos mientras le tienta las caderas con la vista, o le cuenta solemne y estremecido que se acaba de divorciar y está muy solo. Es patético, sí, pero un personaje reconocible en todo evento social que concite un bar, un grupo celebrando y unas horas muertas por delante.

Siempre he preferido al bebedor solitario. Al que encara la fiesta sin más parapeto que su mirada perdida en algún punto. Hablo de hombres pero alguna rara vez son mujeres. Y creo que el personaje me ha venido a la cabeza porque mayo es el mes de los eventos, al menos en Madrid. Y cada uno es un baile con una coreografía que obedece a las leyes del descaro, de la seguridad en uno mismo, del interés comercial y, por supuesto, de la empatía.

Es un hombre que ahora me cuenta que suele esquinarse con los camareros, sí. “Lo prefiero, me siento más comodo, más yo”, confiesa presumiendo de campechanía. Y es una mujer que se queja de ser la sirviente pero no duda en lanzarse a servir el champán sin que nadie se lo pida, como empujada por un resorte despiadado que la colocara en su sitio. El hombre ha escalado hasta el infinito social y se sigue sintiendo un intruso. La mujer siente que una escalera invisible se levanta ante sus ojos pero una bota también invisible le da la patada cada vez que quiere trepar. El primero alberga desazón; la segunda, resentimiento.

El hombre daría un brazo con su mano por volver atrás. A una playa donde tomar el sol casi desnudo. La brisa salada acariciando el terciopelo seco de sus labios. La vida por delante. La mujer querría olvidar quién es para centrarse en el sueño de una noche de verano que no fue. Ser la princesa, qué digo, la reina soberana que avanza bajo palio. Mientras tanto, entretiene mezquina su insatisfacción vital. Y si es preciso muerde la mano que le da de comer.

A veces sale en el telediario, sección sucesos. Ella, digo. Él ese ese tipo que le da la brasa al regidor y comenta “qué barbaridad” ante la noticia de ella.


Una velada es un campo de batalla donde todos fingen que se lo pasan bien y a veces es así. Y casi nadie se da cuenta de la presencia de esos dos seres que podrían convertir la fiesta en un funeral, en un despliegue de pasiones desbordadas. En un entierro con seda, tafetán y mucha sangre.

Y preguntada la camarera, dirá: “El tipo parecía un poco inquieto, un perdedor, tal vez…”

¿Y de ella? Nadie reparó en sus movimientos, reptaba entre los zapatos y no pudo contener el deseo bestial, primigenio, de morder un tobillo como un perro.