Mi querida Big-Bang;

El mundo de la cultura es gafapastero. Y hasta ahí no descubro nada. Hace unos días M y yo asistimos a la entrega de un premio literario en un bar de moda que, como somos tan noctámbulas y modernícolas, no habíamos pisado con nuestros tacones en la vida. Nada más llegar, echamos la visual consabida de cazadoras profesionales a los hombres y, enjaretándonos el primer gin-fizz de la noche, soltamos la evidencia: “chitina, esta es la noche de los clones; melenita falsamente descuidada, gafapasta y barba de dos días a tutiplén. Estamos, sin duda, ante seres mensáticos, con cocientes intelectuales estratosféricos”. Psicobolches con pedigrí.

El psicobolche, a su vez, se ramifica según lo que se haya gastado en su look -algunos no bajan de los 500 eurazos- y el tiempo dedicado presuntamente a su aseo personal -algunos llevan los consejos medioambientales sobre el uso (jamás el abuso) del detergente hasta sus últimas consecuencias-. Vamos, que se lavan lo justito porque es bien sabido que la sabiduría anda reñida con los tensioacivos

Luego está el modelo cultural-folk. El novio de una de mis amigas, que me tiene amenazada de muerte si doy pistas, es el ejemplo perfecto: “Odio esas terribles camisas color teja tres tallas más grandes y por fuera, que se le mueven como el botafumeiro. Y esas sisas…”. El folkero es un tipo muy afecto a los tonos ocres, del beige sucio al caqui, pasando por el mostaza, ese color que te mata aunque te llames Clooney. Además. suele tener mucho pelo en cabeza y cuerpo y se niega a ir a las bodas vestido de traje.

El pijo también tiene pelo, pero sólo en la cabeza. Podría parecer que su melena lo acerca al psicobolche, pero no, porque cada pelo está en su sitio, gobernado por una onda que mueve después de cada trepidante afirmación: “oye, a mí no me vas a hacer un reportaje, guapa. Yo sólo pongo el culo por mi negocio” es lo que le soltó uno de estos especímenes a M. en otra fiesta, hace apenas unas noches. La fiesta de las sisas prietas, podríamos decir, porque al pijo jamás le pillarás en un renuncio en lo tocante a su camisa: planchada, de más de 120 euros y ajustada al cuerpo sin llegar a marcar vena.

“En esa fiesta estábamos fuera de lugar, y mira que nos habíamos arregado a conciencia”, me cuenta G., uno de nuestros enviados especiales. “Creo que el problema fueron mis Converse”. Sí, las citadas zapatillas son pijas, pero si tú no lo eres emites unas ondas invisibles al mundo entero salvo a los pijos verdaderos, que arrugan la nariz ipso facto.

Para terminar y sin haber agotado una lista que podría llevarnos a la extenuación, está el hombre casual: Jamás ha leído un ejemplar de la revista Gentleman ni falta que le hace.Va de algodón, compra ofertas y tiene debilidad por el chándal en casa y las bermudas en verano. Como tengo tres ejemplares en mi familia, diré con orgullo que amo al casual porque jamás tarda más que yo en arreglarse. Cuando el casual está casado con una de la tribu del “blusóncamisón” (término glorioso y acuñado por un ejemplar casual-sapiens, que define a las mamarrachas que llevamos camisas de sisa retorcida, tacones de Torquemada y bolsos imposibles) aprende maneras y se viste ad hoc, pero siempre deja un detalle, su seña de identidad.

“El otro día P. se puso unos jeans azuloscurocasinegro con una camiseta guay y deportivas vintage negras….¡con calcetines blancos, a los Michael Jackson!”, cuenta la del blusón, muerta de risa porque no podría soportar a uno de la tribu de la sisa prieta y a conjunto.

Para finalizar, un estracto de mi conversación con cierto personaje de la crónica social al que llamé para felicitarle por su avanzado cumpleaños: “Yo sólo aspiro a seguir haciéndome mayor sin traicionar tres premisas: jamás ponerme un chándal, tener siempre una blazer a mano y llevar los zapatos muy muy limpios”.

Pues eso.