Mi querida Big-Bang:

Entre las catástrofes naturales no catalogadas del siglo XXI está llegar a un hotel bucólico, de esos que no admiten familias con niños, perros ni actividades sanas en bermudas y encontrarte el desembarco de 50 hombres y mujeres que asisten a un curso contra la timidez. Lo primero que constatas es que se han pasado al lado oscuro. Sí, dale al freaky de la oficina un motivo para salir de su agujero asocial y se convertirá en un sociópata peligroso. Un ser que grita y hace aspavientos, que se te acerca para pedirte un cigarrillo aunque no fume como ejercicio de ruptura del hielo con desconocidos, y que le toca el culo a su vecina de curso aprovechando la desinhibición circundante. ¿Por que la extroversión está tan sobrevalorada, dios mío?

Yo, que soy tímida agresiva sin medicar y visito el paraje con mi querido J., neurótico delirante (y militante), contamos hasta diez para no hacer un Puerto Hurraco. Norma número uno, alejar las tumbonas de la contaminación social, no sea que nos contagiemos y nos dé por hablar con desconocidos. “Cariño, tú sobre todo no los mires a los ojos o lo entenderán como una provocación y creerán que quieres socializar”, me advierte J..

Así que cojo mi Martin Amis -otro tímido decidido a seguir siéndolo y a regodearse en su neura, su Jack Daniels y sus implantes dentales- y la emprendo con furia con las páginas de “Tren nocturno”. Un hallazgo trepidante que los tímidos disfrutamos en soledad. Con esa mezcla perniciosa de admiración, envidia y deseo. La evidencia de que nunca alcanzaremos la gloria de bailar con las palabras alrededor de una trama tan potente que asfixia y te deja convencida de que ahí dentro nada sobra ni falta. También lo llaman talento.

Sí, ahí estábamos los dos con nuestras taras a raya gracias a la buena literatura cuando los cincuenta tímidos se echaron al agua de la piscina. Ruidosos como las hordas de Braveheart. Envalentonados. “Ay, qué fresquita está el agua, Vane…¿Verdad que se está de muerte?”. Sí, el tímido a remojo recurre a los lugares comunes. Y cuando habla de cine dice cosas como “es un actor como la copa de un pino” y se queda tan ancho. Porque además está en un curso para dejar la timidez y sabe que su irritante simpleza será interpretada como un ejercicio de comunicación en circunstancias adversas -piscina, vecinos neuróticos, mosquitos, socorrista indolente-.

Noto que J. se va crispando por momentos. Lo noto pese a que es tímido y tiene el buen gusto de no contarme todo lo que se le pasa por la cabeza. Pero sus músculos se tensan, cambia de postura entre espasmos, como si le estuvieran aplicando la picana, y en un momento dado se empeña en leer su libro frances del revés. Sí, J. está a punto de dar una lección magistral a esos chungos sociales, y antes de que pueda impedírselo pega un salto y, con paso decidido, se planta frente a los cincuenta, levanta sus brazos al cielo y brama: “¡¡¡¡Pero qué tiene de malo ser tímido, hijos de puta!!!!”