Mi querida Big-Bang:

¿Has pensado en la cantidad de tiempos muertos que no reciben un responso? El tiempo debe ser enterrado como dios manda, digo yo. Es lo único cierto, o casi. Y nos pasamos la vida comiéndole terreno, vapuleándolo, haciéndole cortes de manga. Sin ignorar que es un bien escaso, como el petróleo, como el azafrán. Sin darle la dignidad, el tratamiento mayestático ni el valor de mercado que merece.

Perder el tiempo debería ser un delito tan grave como robarle a una niña su Barbie patinadora, mear bajo el balcón de un convento de monjas o llevar colgantes con el oso de Tous. Mucho más grave, diría.

Uno pierde el tiempo ordenando la estantería de los CDs, saliendo con el hombre equivocado o comprándose una falda con volantes cuando odia los faraláes y cualquier manifestación que le recuerde a la feria sevillana. No por nada, por exclusión del folclor en su mapa genético, verás.

Razonar con un niño de tres años suele ser un dispendio, y confiar en el candidato un absurdo desmán. También leer un libro que no te conmueve en la página 70. Llamar a la puerta del vecino crápula para pedirle el salero es una pérdida de tiempo. Porque el crápula duerme a esas horas y porque no recuerda dónde puso la sal. Ni la cabeza.

“El tiempo, el implacable, el que pasó…” cantaba aquel en aquellos conciertos bajo la luna que frecuentábamos cuando el paso de las horas era gratis y la despreocupación un mantra de serie. Porque eso sí, a los trovadores la cosa del tiempo les da para extensos repertorios. Casi tantos como el desamor.

Hay un tiempo para escuchar a tu madre al otro lado del teléfono; otro para elegir la crema milagrosa; un tercero para bloquear el mando de la tele en un canal. O apagar el stop. Un tiempo para decidir si insultas o desdeñas, si te vas sola a la cama o amaneces con un extraño conocido, si dices sí a una oferta envenenada de trabajo, si le das otra oportunidad a unos zapatos imposibles, si te pones el casco y sales a invadir las aceras con tu bici y una metralleta.

Tanta reflexión sólo puede llevarme a adoptar una medida drástica. Hoy pienso concentrarme en el paso de cada segundo en mi cabeza. Dividiré mi tiempo en bloques de alto rendimiento. Evitaré las frases hechas, las regañinas de relleno, la sección deportes del periódico y la crema reafirmante. Apagaré el móvil, convocaré a las Chukis para explicarles el plan y estiraré un día sin excusas, rituales de pega ni lugares comunes.

Eso sí, muy mal se nos tiene que dar para que perdonemos la siesta y la paella del domingo. Las buenas costumbres están exentas de la tasa de rendimiento absoluto. Es lo que tiene inventarse las leyes, ¿no?