Van der Weyden

Deseo encontrarme cara a cara con Van der Weyden con el ansia de una primera cita. Madrid en primavera es cultura regada por la lluvia y ventoleras tercas que te impiden decidir por impulso qué te pondrás por la mañana. Quiero refugiarme en El Prado de la agresión metereológica y después, solo después, perderme como Alicia en el Jardín Botánico y sentarme junto a un árbol, aterida,  que marqué ese otro día sólo de pensamiento.

Vencida de palabra. Y puede que de omisión. Ya lo veremos.

Mi ánimo reclama torrijas bien mojadas en almíbar. Un Réquiem solemne y tuttifrutti que a ratos es gemido y a ratos explosión. Vírgenes llorosas, brocados de oro falso y un borrachera de incienso que me deje postrada ante ese cuadro del Cristo que unas manos han lavado con esponja y vinagre, recuperado el color. La carne y la sangre.

No hay fiesta más concentrada, enjuta y seca que la Semana Santa, aunque dure cuatro días y nos tenga engañados.

Pecaré, pecaré y pecaré hasta que mi cuerpo se desmadeje sobre la alfombra de un hotel de provincias. Y sonará el órgano. Y un coro de voces sobrehumanas. Y el velo de la noche se rasgará y dejará un sembrado de estrellas casi bruma, como una vía láctea desmayada.

Antes habré leído a Ruskin. Un librito que ha sobrevivido a traslados de oficina. Y que siempre indulté, porque su título, “La lámpara de la memoria”, excitaba a mis ojos. “Todos los libros pueden dividirse en dos categorías, los libros del momento y los libros eternos” (esto vale para los hombres y mujeres. Vale para un corte de pelo y una tapicería de sofá). Y porque entendí entonces que aún no era el momento. Y ahora sí que lo es. Como es tiempo de vigilias, responsos y via crucis para beatas que se corren de gusto con las plantas de los pies desholladas:

El buen Arte sólo ha salido  de aquellas naciones que se regocijaron en él; que se alimentaron de él como si se tratara de pan; que lo tomaron como si fuera sol; que exclamaron de júbilo en su presencia; que danzaron con el placer que les procuró; que discutieron por él; que lucharon por él; que pasaron hambre por él”.

Hay quien va al Prado para contarlo, y no siente gran cosa delante de los cuadros. El placer de la acumulación también funciona. Colecciono Van der Weydens, diría, como coleccioné besos desganados de vestales sin gracia, puntos de carnet ajeno o bolas en un jersey que no he tirado. 

El Arte, con mayúsculas, no deja indiferente ni al coleccionista. Ni al forzado. Por eso arrastro a mis hijas a museos, para que un día, o una noche oscura, un resplandor violento y rojo las despierte, la tela de ese Cristo, y caigan del caballo y vuelvan a esos templos donde la usura es pecado y el síndrome de Stendhal penitencia.

Dirás que tienes cuerpo de Jueves Santo, de monte Sinaí, de traidores sentados a la mesa. ¿Seré yo, seré yo?. De Leonardo da Vinci, de San Pedro mintiendo ante la hoguera. De esa lectura bíblica que es un cuento perfecto para escuchar en una iglesia fría, en un convento. Tirada por el suelo, los pies de las beatas a la altura de tu fe. Y ese Haendel de fuego que llevas cuatro días escuchando, incendiada. Preparando el camino Van der Weyden. La comunión ruskiana. El placer del pecado con obertura, postre y una siesta velada como el barniz caduco que al ser arrancado ha despertado al Cristo minutos antes de un Domingo de Ramos que ya llega. Y es arte y emoción. Y entrarás de rodillas en la sala. Silencio sepulcral. Cristo ha resucitado de entre los cuadros. Alabado sea el restaurador respetuoso.