P { margin-bottom: 0.21cm; Salgo a correr cada día con el mismo
miedo de siempre: encontrarme a un perro en el camino. Un perro suelto, sin
amo a la redonda.
Mi peor pesadilla es encararlo en una carretera
angosta y sin salida. El perro es el temor que resume todos los temores de mi infancia y cuando
voy acompañada me agarro al brazo ajeno y escondo mi cuerpo. Tengo
otra vez no más de seis u ocho años.
Estoy en el pueblo pirenaico
de mi abuela y hay un pastor alemán que en cuanto me ve corre detrás
de mí con las fauces abiertas. El corazón se me trepa hasta la boca
y salgo pitando, despavorida. Mis padres ríen, les hace mucha
gracia. Yo temo dos cosas: el mordisco que me contagiará la rabia y perderme por las
calles de una aldea que para mí es el laberinto del minotauro
. Sudo
a mares, me deshago en líquido salado y me tiembla todo el cuerpo en estertores de muerte.
La venganza del adulto es reírse de
los temores que sintieron de pequeños
. Un mayor es un niño
resentido que entrega el relevo podrido a otro niño para acallar sus
terrores. Luego se sumerge en el olvido y se ríe de sus hijos
aterrados por un tobogán o el rugido de la aspiradora.
También me dan pánico los gatos.
Dos amigas del mismo nombre tenían sendas felinas que me odiaban.
Según entraba en sus casas arqueaban el lomo como si yo fuera un
vampiro
. Sus dueñas sonreían con cierta condescendencia y ante
mi pavor terminaban metiendo a las fieras en una habitación. Pero yo
no me quedaba tranquila y el café se me atragantaba.
Me da miedo el mar de noche, el andén
del Metro
por si un loco me empuja a las vías. La goma quemada, las
turbulencias durante el vuelo, tropezar con unos tacones de
mamarracha, hablar en inglés en público, coger frío en la tripa,
el olor a cloro de una piscina olímpica, columpiarme sin control,
salir de la ducha y que no haya toalla, las cucarachas, las
multitudes, descorchar una botella de champán, ir al médico, las
inyecciones
o cualquier aguja por extensión, menos las de coser. Las
películas de niños endemoniados…
Ayer, mientras me entrenaba, salió
un perro negro en una calle solitaria. Era una cuesta larga como la
noche de un insomne. Yo tenía los gemelos ardiendo del esfuerzo y
una certeza: no podría acelerar si el chucho me atacaba.
Decidí
parar. Cogí un palo al borde de la cancela de una casa deshabitada.
Recordé que a los perros y a los macarras no hay que mirarlos a los
ojos. Miré las puntas de mis zapatillas, respiré despacio. El perro
siguió su camino, sin dedicarme un segundo de su tiempo. Tuve ocho
años otra vez. Volví a casa con mi madre. Pero no se lo conté a
nadie.