Big-Bang, tronka:

Mira que lo intento. Cada domingo engancho a las niñas y me las llevo de chute cultural, para contrarrestar nuestra frivolidad dominante de la semana. A cambio ellas me piden el impuesto revolucionario, léase un aperitivo “con refresco y todo”, la revista Bravo (para adolescentes sin ambición en la vida) o un buen kit de chuches. Como ya he agotado mi capacidad de negociación, termino diciendo que sí a todo y las monto en el autobús, no sin antes rogarles que hablen bajito y cedan sus asientos a las viejunas.

Así arrancó mi domingo, subidas las tres en un bus repleto de señoras de barrio pijo que miraban a mis Chukis y me sonreían con expresión beatífica de “qué majas las tres, y qué educaditas”. En esto que a la adolescente le entra un brote de los suyos y saca de golpe su lado oscuro, entre Alcalá y la Gran Vía: ¿Y por qué tenemos que ir a la cultura? La cultura es una basura”. Y la enana, fascinada con el pareado, se sube al carro: “La cultura es una basura, la cultura es una basura”. Yo me pongo tensa y las viejas cambian su mirada complaciente por la juzgadora:¿Esta madre de diseño no es capaz de controlar a sus fieras?.

Tengo dos opciones: Hacer como que no son hijas mías, mirando insistente por la ventanilla las evoluciones del camión de la basura, o enganchar a la mayor y darle un pellizco a escondidas estilo monja falsa de colegio. Hago la opción A, sin resultado, paso a la B. La insurgente chilla al retorcerle al muslo con las uñas. Yo sonrío en plan hiena. La enana acusa:”ha sido mi madre, y ahora nos obliga a ir a una exposición”. El autobús en pleno parece el juicio de Nuremberg. Yo aprovecho que se abren las puertas para bajarme pitando. Ellas me siguen.

En estos casos dice el manual que lo que funciona es la guerra fría. Al enemigo, ni agua. Ni las hablo, ni las miro. Entramos en la exposición y sí, a la adolescente aún le quedan fuerzas para dar por saco: ¿Y este Oscar Niemeyer sigue haciendo casas?, ¡pero si es más viejo que el abu! La enana ya se ha apostado frente a la maqueta del museo de Brasilia y ha enganchado uno de los cochecitos a escala para hacer su particular recorrido. La vigilante de seguridad ataca: “Niño, eso no se toca”. La adolescente insolente: “No es un niño, es una niña marimacho”. Y la enana:”Y tú una cursi con tirabuzones”.Y yo: “el kit de chuches queda eliminado del acuerdo por decreto ley”.

Lo hemos conseguido, la sala entera llena de culturetas y familias normales sabe que estamos allí y que que somos peligrosas. Yo en esos casos busco la salida de emergencia para tenerla bien localizada en caso necesario. La marimacho se hace la buena y consigue colocarse en el ángulo muerto de visión de la vigilante de cada maqueta. Viéndola parecería que va a planear un golpe al edificio de turno. Lo rodea, se asegura de llegar a cada recoveco, y…horror ¡roba un coche a escala!.

Lo siguiente es que empieza a sonar una sirena y que alguien grita: “Incendio, incendio”. Yo engancho a la delincuente juvenil y a la otra y corro hacia la salida. Una vez fuera aplico el método Rodríguez de la pedagogía moderna: una buena torta a cada una, de las que dejan marca en los carrillos. Les leo sus derechos: “Tenéis derecho a guardar silencio, a no hablar si no es en presencia de vuestro abogado…¿Al, que no tenéis? ¡Pues eso que nos ahorramos!. Y pasamos el resto del día confinadas en casa, en régimen de reclusión total, cada una en su cuarto haciendo una redacción de seis folios sobre Oscar Niemeyer y la versatilidad del hormigón. ¡Así da gusto educar, oyes!