Mi querida Big-Bang:

Uno de mis hobbys más desarrollados consiste en contemplar las evoluciones de las parejas. Mi objetivo final es el desarrollo de una sesuda y explosiva teoría sobre el amor que ríete de las polémicas del chungo de Bernard Henry Levy.

Mis estudios de campo tienen lugar en aeropuertos, grandes almacenes y restaurantes, tres espacios malditos donde el amor se la juega a cara o cruz.

Ayer comí sola en Embassy, un centro moderno de esparcimiento y solaz de condesas con rellenos faciales, ejecutivos perfumados en exceso y advenedizas con mechas y mala orientación espacial (mi caso). Me senté en una mesa con su mantel de hilo, pedí una fabada (porque ahí no hago concesiones al buen gusto) y saqué mi libretilla a pasear. A mi izquierda, una mujer anodina de mediana edad esperaba a alguien sin asomo de ansiedad. Al poco entró el con su abrigo oscuro, su Blackberry en la mano y una corbata de Hermés de la temporada pasada, detalle crucial que apunté en mi libreta.

Se ¿besaron? brevemente, con un beso escorado hacia la oreja de fuerte condenido erótico… si fuera entre una monja y su obispo. Tomaron asiento, abrieron la carta y decidieron en silencio. Ella, tímidamente, comentó algo a lo que él respondió con un efusivo encogimiento de hombros. Ella reaccionó sacando su móvil para pasar a aprenderse de memoria los números de toda su agenda. Esto fue lo que deduje, con las fabes a medio camino entre plato y boca, de la concentración con la que se volcó en el aparato mientras él divagaba por el sendero de sus pensamientos. “Si ella hace ahora mismo un strip tease, fijo que él ni se entera”, apunté.

Eran un matrimonio, desde luego. Una comida en absoluto silencio sólo la resisten la santa institución matrimonial o la Federación de sordomudos de España. La romántica que hay en mí siempre ha pensado que el silencio es una conquista de la intimidad, pero en este caso podía cortarse con cuchillo y tenedor. Esa pareja estaba en sus últimas. Él la desdeñaba como la marquesa a mi izquierda desdeñaba mi plato de fabada. Y ella, ojerosa y sin el brushing a punto, era la misma imagen de la derrota mezclada con un poso de venganza latente de los que abren los telediaros de Pepa Bueno, esa mujer que intenta fingir sin éxito que se ha desenganchado de su adicción al morbo sección sucesos.

Pasaban los minutos y él parecía petrificado sobre su plato, que agarraba de un lado como si un poltergeist se lo fuera a llevar volando. Ella menguaba, encogiéndose sobre su tripa y sin probar apenas bocado. Sonó un teléfono y él se lanzó a cogerlo como al salvavidas del Titanic. La voz al otro lado le hizo levantarse de la mesa y salir a la calle a hablar. “Tiene una amante, el muy capullo”, apunté satisfecha de mis dotes de observación. Ella, mientras, aprovechó para zamparse el micuit de pato con ansias resucitadas.

Tanta desolación me había quitado el apetito. Apunté: 1.decirles a las chukis que no se casen nunca. 2.Decirles que desde luego no lo hagan con un tipo que lleva corbatas pasadas de Hermés. 3.Pedir unos callos cuando coma en pareja, que no se enfrían por la cazuelilla de barro. 4.Hacer una lista de posibles conversaciones para mi cita del sábado. 5.Hacerme la manicura en rojo sangre de pichón y llevar la lencería a conjunto, por si las moscas. 6.Poner en marcha un restaurante para matrimonios con muchas atracciones, un parque temático del tedio, de manera que no haya que hablar y sí muchos estímulos para entretenerse y pasar el trago rapidito.

Con toda esa trabajera rematada apuré el chorizo, que siempre dejo para el final, y me pedí un chupito de finas hierbas. Mirando al camarero fijamente a los ojos brindé por el amor y sus destellos, por la abolición del aburrimiento en pareja y por la fantasía de enamorarse a salto de mata y aguardar en un restaurante con el corazón desbocado a que llegue él, sin corbata, y desconecte de inmediato su Blackberry mientras me planta un beso a tornillo justo antes de enjaretarnos a medias un buen plato de arroz con bogavante.