Confieso a mi pesar que nunca he sido mitómana; ni mucho menos mitomaníaca. No he peregrinado detrás de una estrella del rock ni he buscado hacerme fotos con famosos, aunque por motivos profesionales he tratado con muchos. Luché, que yo recuerde, por ver Grease cuando era pequeña y a mis padres les debía parecer una película “poco edificante”, pero se  había convertido en un fenómeno social, de manera que  yo no podía mantener una conversación solvente sin quedar como la pringada de la clase. Luego, conseguido el reto, mi hermana y yo ensayamos una coreografía en la que a ella le tocó ser Travolta. Por entonces yo no era rubia, ni falta que me hacía. Un maillot de gimnasia del colegio y unos leggings negros te convertían en Olivia  ipso facto. Además ambas éramos monjiles y con ese aura de vírgenes que tardaría tanto en caer.

El párrafo anterior hará que me quemen en hoguera los jovernícolas por caduca. Me importa tres. Tengo 50 años y me siento efervescente, pero poco tolerante a la bobada. Hoy la mitomanía se da por supuesta. Cualquier mamarracha es Olivia Newton John sin haberse marcado un baile mítico ni perdido la cursi inocencia en un college norteamericano. Basta con que posea el certificado de Influencer. Un título que te dan sin estudiar, sólo por conseguir que muchos aplaudan cuando bostezas, pegas un golpe de melena o dices Pablito clavó un clavito, qué clavito clavó Pablito.

Entre tanto aburrimiento nada me excita más que cruzarme con jóvenes sorprendentes. Como una becaria que cada mañana viene como un ratón silencioso a mi mesa y me sobresalta: “¿Hola, qué hago hoy?” Es una de esas personas que enseguida ves que van por libre. Parece insensible a las modas, sabe mucho de novela negra y le brillan los ojillos bajo sus gafas. Cuando llega se me escapa una sonrisa, la encuentro tan fresca y con tan poco postureo, tan ansiosa de aprender y tan atenta, tan lista en la ejecución de lo que le encargamos, que ayer le dije: “Cuando sea mayor pienso contratarte en el negocio que monte”. Ella puso ojos bailones y confesó: “En mi grupo de clase estamos montado un negocio, una aplicación para…”. La idea era brillante, así que no la destriparé aquí. Le alabé el ingenio, ella siguió: “Hay un profesor que se quiere unir al proyecto”. Se me escapó un consejo: “Ni se os ocurra meter al profesor si no es imprescindible. Se quiere sumar al carro del éxito”. Ella asintió con la cabeza. Luego pensé que mi consejo era un poco destroyer. Un poco maternal. Pero creo que útil.

Todas las generaciones tienen cerebros esponjosos como el suyo. El hecho diferencial es que los listos ganan mucho si además no son arrogantes. La humildad, he descubierto con los años, es un valor si no deviene exceso de modestia. La visibilidad es necesaria. Me irrita sobremanera relacionarme con quien se adorna todo el rato y multiplica por diez sus méritos, no sea que no nos hayamos enterado. Desde que soy apóstol del silencio resulto mucho más antipática, pero es que el ruido y las voces altas me impiden concentrarme en lo esencial.  Tengo una libreta con nombres de personas con las que iría a la guerra (llámese emprendimiento). Un dream-team ecléctico y cargado de talentos. Ayer apunté a esa becaria, puse Olivia Newton-John, no sé por qué. Hoy he anotado otro nombre, y se lo he hecho saber al interesado, que madruga como yo.

¿Y John Travolta?, pensaréis. Pues la verdad es que para mí sólo ha quedado como el tipo que sabía agitar la pelvis al servicio de una diosa. Luego se puso implantes en el pelo y se hizo cienciólogo. Es lo que tienen los vainas entretenidos en darse brillantina en el tupé, qué le vamos a hacer.

PD. hace unos días Olivia Newton-John canceló su gira porque vuelve a tener cáncer. Me dio mucha pena. ¿Será mitomanía?