Hay frases que engañan porque, bajo su apariencia anodina, esconden pura metralla. (Y ahora mismo se me ocurren los nombres de tres o cuatro serial killers que también parecían angelotes de Rubens)

Cuando una mujer le dice a un hombre “tenemos que hablar“, suele ser para romper con él. Imagino que alguna vez sucederá a la inversa, pero no se han documentado demasiados casos en la muestra recogida durante los últimos años en mi campo de experimentación, así que lo daré por bueno y quien se moleste por mi falta de rigor, que lea Science (dónde va a parar)

Hay algo mucho peor que una novia/o te diga “tenemos que hablar“. Es que te lo diga la persona que cuida de tu casa. Esa a la que contrataste después de dos meses de pesadilla donde llegabas de trabajar, soltabas los tacones y cogías la fregona, sorteando con los pies descalzos algún que otro calcetín que las guarronas de tus hijas habían dejado por el pasillo tres glaciaciones atrás.

-Señora, tenemos que hablar.

Desde que me lo han dicho, llego a posta tarde a casa para no encontrármela. Sé que me va a abandonar, y prefiero postergarlo porque estoy muy cansada y volver al zafarrancho de combate como una Mrs Proper desmotivada se me antoja un reto imbatible.

No quiero hablar. Ni que me hablen si no es para decirme que quieren quedarse conmigo a hacerme la vida más fácil.

El hombre de mi vida,Mr Proper

(Ahora entiendo a esos hombres que entran en brote cuando les sugieres algo tan cotidiano como una conversación).

Lo que me lleva al pánico a las palabras, esas armas de destrucción masiva de las que hablo a menudo. 

¿Cuál fue la conversación más corta de tu vida? quiso saber ella. Y él, mesándose los cabellos, respondió: “Ella me dijo: tenemos que hablar. Quedemos a la una en el bar de Gomis. Yo respondí: De acuerdo, pero sin especificar a la una de qué día. Aún debe estar esperándome” (tres años atrás).

Cuando Minichuki, esa sabia de metro cuarenta, tiene que hablar conmigo, procura ventilarlo por teléfono. Un suspenso es menos si tu madre no te apuñala con la mirada, debe pensar con buen criterio. Así que calcula esa hora en la que piensa que estaré reunida y, por tanto, desconcentrada, y me suelta la bomba en tono de “pelillos a la mar”. Cuando llego a casa, pensando en mis cosas y en que mi empleada de hogar “tiene que hablar”, me encuentro con que mi hija se da por hablada. Es decir, que a mi pregunta de ¿cómo has podido suspender, perrilla vaga? ella zanja: “De eso ya hemos hablado antes”. Y a otra cosa.

Hablar es un acto heróico, espero que penséis a estas alturas. Y por mi parte he decidido guardar silencio cada vez que entre en mi casa, fingir ronquera y sordera. O un ataque epiléptico en el descansillo. Llamar al Summa/Samur, ingresarme tres días en una UCI con vistas al Retiro y, cuando me sienta preparada, llegar a casa y despedir a esa desalmada que está a punto de darme la patada y apuntillarme sin piedad.