De entre las muchas taras que arrastro hay una que se deriva de haberme perdido la clase de seducción en la universidad de la adolescencia y, más en concreto, esa lección titulada cómo tontear para volver absolutamente loco a un hombre en cómodos golpes de melena.

Detesto a las coquetas convencionales. Los coquetos que te miran intensamente para entretenerte y reconocerse en tus pupilas también me caen fatal. No puedo con las artimañas y rituales de apareamiento tradicionales y así me va. Algún tipo que a priori me gustaba se frustró ante mi incapacidad de fingirme lánguida y ponerle ojitos de rendida admiración. Era el macho alfa y buscaba con su mariposero de tul celeste a la perfecta hembra beta. Se encontró, me temo,  con una abejorra zumbona.

Valga esto para justificar por qué voy a poner a caldo a las coquetas. Es envidia tiñosa. No jugar en la liga de las estrellas ha sido un handicap biográfico y sentimental  importante. Si observo la nómina de mis mejores amigas me doy cuenta de que son absolutamente dispares, pero tienen algo en común. No utilizan las llamadas “armas de mujer” para triunfar, sino sus talentos naturales. La inteligencia, el humor, el ingenio, la ironía, la bondad, la curiosidad, el estilo…

Sin embargo soy acérrima defensora del flirteo intelectual. No hay nada más sexy que una conversación de altos vuelos con un hombre que te mira fijamente a los ojos. La historia de amor entre el escritor C.S Lewis y Joy Gresham, que él relata en ese libro que amo titulado “Una pena en observación”http://es.wikipedia.org/wiki/Una_pena_en_observaci%C3%B3n, me parece lo más, aunque el desencadenante sea la muerte de ella.

Ayer R. y yo quedamos con una pareja ya madura. Ella contaba cómo se enamoraron cuando tenían apenas 18 años. “A los 23 habían nacido nuestros tres hijos y mi marido viajaba sin parar”. Así hasta que hace tres meses él se medio jubiló y ella, me confesaba, temió ser incapaz de adaptarse a su presencia continua en casa. Pero no. “Nos hemos cuidado el uno al otro, hemos salido, nos hemos reído…” Cada poco él se acercaba a ella con un pincho, o le acariciaba delicadamente la mejilla. “Qué suerte lo vuestro”, le dije. Y ella: “Una lotería, chica”.

Debo añadir que la mujer coqueteaba descaradamente con su marido. Se ahuecaba la melena, batía las pestañas, le agarraba por la cintura… y me pareció bonito. Ahora podré añadir una cláusula a mi sólida teoría que redima a las mujeres (y a los hombres) que siguen desplegando sus alitas pasadas tres décadas de relación con su pareja. En ese caso el flirteo se convierte en combustible necesario para mantener cierta tensión cuando los años y los aconteceres parecen condenar al amor al sillón gris marengo de la costumbre.

Dicho esto, confesaré que a ratos me gustaría ser una de esas coquetas tontuelas y jugar con la melena que no tengo y fingir arrobo y arrebato. Ellas conquistan el mundo, me temo. Las demás hemos de conformarnos con contarlo.