Mi querida Big-Bang:

Ayer fui a Leroy Merlin, el paraíso de la clase media española que necesita buscar un plan de tarde que dé sentido a su existencia. Por alguna razón que se me escapa, a la gente le gusta ir en chándal a esta meca del do it yourself. Especialmente a ellos. Ellas son más de jersey con pelotillas, cómodo, y vaquero holgado más botas de piel sintética. Como si se fueran a poner in situ a taladrar o a montar las estanterías que contienen sus sueños. Y siempre acompañados del Cristian, ese niño pasado de bollicaos que da por saco a los empleados subiéndose a los botes de pintura o abriendo las cajas de escarpias del 8.

Es triste, lo sé, confesar que todo mi glamour empieza y termina en un gigantesco almacén iluminado con terribles fluorescentes blancos. Esos que consiguen que la última imperfección de tu cara brille con luz propia, (y ahora que he soltado este lugar común del Pronto, ya me siento mucho más Leroy y casi Merlin). Aquí, hasta las cajeras parecen más tristes, más dispuestas a sacar el machete y hacerse un Werther (sí, también he ido a la ópera y espero que eso me redima de lo otro). Porque, lógicamente, si trabajas en un lugar tan horrendo, lo menos que puedes es estar rodeado de herramientas cortantes para suicidarte antes de que llegue Cristian y te rompa el cajón de la caja registradora.

Añadiré en mi descargo que yo mato los sábados allí porque necesito aprender a valorar lo que tengo. Un suponer: tú echas un vistazo a esas colchas de tejido acrílico en tonos beige, brillantes y a conjunto con sus cortinas y cabecero tapizado, y sientes que hay un infierno peor que el de Dante. Ese infierno donde las habitaciones de Cristian son de madera falsa, gotelé verde clarito y estantería en forma de barco para que el crío se sienta grumete en lugar de futuro hombre con chándal que arrastra a la parienta al Leroy Merlín para finalizar la velada en el Burguer apretándose -este es el verbo- unas hamburguesas bien de grasas saturadas bien de chesus (juro que así le llaman algunos al ketchup) y bien de mostaza de la amarilla.

Ya has matado la tarde del sábado, y eso te quita mucha tensión. El hombre del chándal está satisfecho y en cuanto llegue a casa sacará la herramienta (en singular, y no, no es esa otra, sino la de la caja con compartimentos) y se pondrá “al lío” mientras se empuja una cerveza y mira de reojo a Susana, que anda bañando a Cristian y de paso metiéndole una droga legal en el Cola-Cao a ver si se agota y deja de molestar un rato (allí le dicen dar por culo. Con perdón). Y así, la familia permanece unida gracias a un tipo que se llama Leroy, se apellida Merlin y no, no bailaba en Fama.

Ahora que ya he confesado mi pecado de sábado, espero que seas indulgente conmigo. La exquisitez sólo brilla por contraste con la vulgaridad. Con esa que te lleva a consumir vulgares bombones de Nocilla en la residencia del embajador, mientras sufres por el destino cruel del joven Werther y llamas al Mc Donalds para que te traigan un Big-Mac que atornille con grasa las grietas de tu mente. Y todo esto, sin quitarte el chándal. Gloria bendita.