A las 21 horas del pasado domingo, un domingo hermético y fatigoso de agosto, al tiempo que “le daba la vuelta a la casa”, esa expresión trasnochada que describe la limpieza compulsiva que se lleva por delante polvo, rabia, trastos y recuerdos, decidí abandonar para siempre “El Jilguero“. Exactamente en la página 661, recién pasado el ecuador de su extenuante recorrido plagado de descripciones minuciosas de una evolución de personaje más lenta que los brotes de judía bajo algodón mojado del colegio y deseando que lo detuvieran de una vez (y con violencia, a ser posible) por el robo absurdo de ese cuadro, oculto en la funda de una almohada, cuya presencia, lejos de inquietarme como la soga de Hitchcock,  me parecía un pegote que la autora no sabía muy bien cómo gestionar.

-He tirado doce bolsas de objetos, dejado en la portería de casa un saco de libros que no me aportaron gran cosa  con un letrero escrito a mano en Edding azul que ponía “Sírvanse libremente” (sin firma, como los cobardes)  y ejecutado al jilguero.
-¿Que te has cargado a tu pájaro? Mira que eres punky.

Tuve que explicar que nunca antes le había dado tantas oportunidades a un libro, que he arrastrado su peso de ladrillo por toda la geografía española este verano, que sí, que tiene párrafos que me han arrancado un mohín de reconocimiento -faltaría más, es un Pulitzer– como cuando nuestro protagonista se encuentra con Platt en la calle, que le insiste en que vaya a ver a su madre: “Si no puedes ahora, ven luego. Pero no hagas promesas como hacemos todos en la calle”. Que no es que me parezca un libro horrible, es que su excepcionalidad reside en buena parte en que es más largo que mi paciencia. Que en materia novelones con los que hacer una brecha al enemigo me quedo con “Anna Karenina” o con “Guerra y Paz“. Así que esto es un adiós definitivo, no un “vamos a darnos un tiempo”. Esa promesa vana de postergar el olvido inevitable.

Luego, M., escritora brillante cuya primera novela ha dado merecidamente la vuelta al mundo (y no creo que pese más de 200 gramos), me cuenta por tuiter que se dispone a empezar a leer mi libro.

-Si en la página 30 no te ha enganchado, abandónalo. La vida es demasiado corta, le escribo.

Ley de vida

Para quitarme el amargo sabor de boca de ir a contracorriente de público y crítica -ese tándem demoledor- escojo a Edward St. Aubyn. “La Madre”, de Las novelas de Patrick Melrose, será mi próximo compañero de cama.  De mi cama Carlos V, donde aún me siento extraña en su enormidad y donde me planteo organizar visitas guiadas, dada la expectación que ha despertado. Anoche, en mi reencuentro familiar con el primero de mis hermanos que ha vuelto de ese exilio breve llamado vacaciones, quedamos en que él y su mujer serían mis primeros invitados. Naturalmente, no cobraré, sólo espero un relato fantástico y sábanas limpias al día siguiente. Como en esas pensiones costrosas del Madrid viejo donde uno se acostaba con cualquiera y le escribía una copla de amor que era un responso.

Hasta entonces, cortejaré a Aubyn: “¿Por qué habían fingido que lo mataban al nacer? Lo habían mantenido despierto durante días, le habían golpeado la cabeza una y otra vez contra el cuello del útero cerrado: le habían enrollado el cordón umbilical alrededor del cuello y lo habían estrangulado“. El cuello del útero, de repente, me parece un buen punto de partida. Veremos si enmudece a mi impaciencia y sus brotes radicales. Si el problema era Tartt o soy yo, que cuando detecto un signo demoledar ya no puedo dejar de mirarlo y me estorba como esos padrastros que te palpas distraída muchas horas, hasta que te los arrancas y sangran y te duele y haces auuuuugh.

“Yo te leo todo, mi niña. Y me sorprende porque a veces eres muy dulce y a veces muy macarra“, me confiesa María, sus manos trabajando con mi pelo, el rubio in crescendo, los chismes de repente. Luego se ríe, nos reímos las dos, y me cuenta sus cuitas y me miro al espejo y veo a la macarra exterminando letras, abandonando libros con nocturnidad y alevosía en el portal.

Y entonces suena mi teléfono.

-Buenos días, que si le parece bien que guarde los libros en el chiscón y ponga una nota en el corcho diciendo a los vecinos que pueden elegir.

Parece que el portero me ha pillado. Tal vez estaba detrás de la mirilla, agazapado. Tal vez reconoció mi letra. La determinación con que abandono cuando contemplo minas que explotan a los pies. Minas antipersonas, litaratura horchata. No hay tiempo que perder. Suena un tictac en mi cabeza. Estornudo sin taparme la boca, con estruendo, ese placer macarra de la estricta soledad.

Decido que la próxima vez recortaré letras del periódico y las pegaré como hacen los asesinos. Con unos guantes puestos. Vuelvo a Hitchcock y a La Soga. Un buen thriller es eterno, redondo, sin trampas ni acertijos mal urdidos.

De pronto ya me siento más ligera. Ya me toca dejar paso a la dulce dama. Al menos por un rato, siendo martes.