Me gustan las ciudades con río, los libros con final abierto y los hombres que acarician las rodillas. 

En realidad con el paso del tiempo uno se vuelve selectivo y por debajo de un cuerpo busca una frase bien hilada, un gesto de inteligencia y cierta levedad, ese desenfado adorable de quienes rechazan la intensidad como postizo escudo protector contra la vida. Y acarician huesos, no sólo glándulas.

Me gustan las bibliotecas sin orden ni concierto, el olor a sábanas limpias y recién planchadas, los hombres de palabra. Y las mujeres cómplices.

Defiendo, digo, la pasión y el revolcón en la pradera cuando ya no se tiene edad.

Pido disculpas, la crisis me hace estragos. Despierto demasiado temprano y se pone al galope la máquina del dilema. El susto y el calor a la altura de las rodillas.

Las rodillas, ese era el asunto. A las mujeres se nos nota allí la edad. Nos hemos pasado la vida sin mirarlas, y de repente piden la palabra. “Hay que empezar a llevar las faldas justo por debajo”, me advierte mi querida cuñada, lista y argentina como ella sola. Pero si claudicas y lo haces ¿no estás perdida?.

Enseñar las rodillas pasados los cuarenta es un desafío, una bandera, un estado de excepción.  

¿Ningún poeta ha escrito una oda a las rodillas?, reclamo a gritos, a la espera de que mis amigos intelectuales levanten el dedo. Se hace el silencio.

A mi amiga C. nada le excita más que la caricia en las rodillas. Ni orejas, ni cuello, ni pechos. La mano de él bordeando el hueso, en círculos concéntricos. La madurez es encontrar puntos rojos nuevos en el mapa del cuerpo, le digo/me digo. “Su huella se ha quedado a vivir allí para siempre”, me dice ella.

En tu rodilla toda la agonía,                       
el desierto de las manos que se murieron           
buscándote, la leve ternura atravesada,             
el soplo de la muerte que aún me aflige,           
el paso que duda, la sombra que desarma
.   
(Luis García Gil)

Hago memoria y trato de recordar alguna mujer, actriz o modelo, famosa por sus corvas y no por sus curvas. Negativo. La cultura, tan pesada y redundante, se limita a mirar cinturas, pechos o el largo de las piernas. Hay, imagino, codos bellos, muñecas frágiles, talones de seda, deliciosos omóplatos, pero siempre infravalorados. (Anoto el asunto, debo investigar).

Me gustan los hombres que se fijan en tus zapatos y en tus rodillas. Las sensaciones de menos a más. Los jerseys viejos y las camisetas de algodón orgánico.

Defiendo el reino de lo intempestivo. El fin del convenio social y estético. El revolcón como liturgia necesaria. El desenfado como coartada.