Mi amiga A. ha roto dos pares de sendalias en una semana. Desde ayer dice tener complejo de condesa descalza. Conozco pocas personas que, como ella, hagan caso a las señales. Suele advertirme de que cuando me enamoro, enfermo. La secuencia es inevitable, así que como ella es una rata sabia me dejo enfermar y luego se me pasa. Los indicios están para que los seres sensibles los capten con las tripas y los conviertan en arte. Para todo lo demás, la diosa razón y sus bordes inalterables.

Ayer fui a una visita guiada por la exposición de Dalí en el Reina Sofía. La guía, una señora bajita, flexible, de mediana edad y voz estridente y cantarina, explicaba cómo los elementos que se repiten en las obras proceden del dolor del artista. Sin un padre castrador es posible que Dalí no hubiera concebido El Gran Masturbador. Los buenos padres no paren genios, podría pensarse, y sin duda sería una visión reduccionista del asunto.

Las personas felices hacen crucigramas. Los atormentados se pelean contra un lienzo, contra un papel o contra molinos de viento. Todas estas afirmaciones gratuitas son fácilmente rebatibles, pero Dalí me provoca sentimientos encontrados que explotan en sentencias maniqueas.

-“Era un genio indiscutible“, decía ayer una pareja del grupo visitante.
-“También era un gilipollas”, pensaba yo, que recuerdo en mi infancia a Dalí en la tele haciendo sus performances como una marioneta de ventrílocuo histriónico y cansado.

Lorca y Dalí

Debo reconocer que Dalí no me emociona. Admiro su virtuosismo en el trazo, su prodigiosa incursión en los sueños, sus concesiones al romanticismo que se desliza por la curva de la espalda de una mujer o algunos fragmentos vivaces de su correspondencia con Lorca, (¿el perro andaluz?)

Ayer la guía cantarina nos daba pistas de un señor que nos hizo grandes cuando en España andábamos en alpargatas, y me sorprendí mirando detalles de obras que jamás estudié en el colegio con mirada de mujer adulta dispuesta a sorprenderse. Fue un viaje agotador porque los trazos del de Cadaqués te vapulean y te arañan. No da tregua, puede no gustarte pero siempre te deja una sensación incómoda, como de haber pisado descalzo un suelo lleno de migas (esa fobia).

La fobia de Dalí eran los saltamontes. Y luego estaba Gala, esa mantis religiosa que hoy imagino con fusta de cuero golpeando el costado del artista para que cree y cree y ponga firma a lienzos en blanco. ¿La avaricia mata el arte? No lo creo. Hay una enorme lista de brillantes pintores, estoy segura, que en algún momento dejaron de seguir el rapto para seguir la evolución de sus cuentas en el banco. La pasión te lleva a concebir extrañas criaturas que alguien muy feliz desea colgar cerca de su cama. La avaricia sólo te permite dormir mirando al frasco de las pastillas que te acabas de meter al cuerpo.

Y entonces sueñas langostas, hormigas y masas viscosas que dan la hora. Tic-tac.

La condesa descalza es una artista porque saca palabras de su tormento y cincela emociones que nadie antes ha nombrado. Luego se da cuenta de que su cuenta bancaria tirita y necesita que una mente cuadriculada le lleve las cuentas para poder salir a la calle, romper otras sandalias y buscar una tienda donde le vendan las siguientes:

Teléfono langosta by Dalí

-Quiero esas, talla 38. Me las llevo puestas.

Y con mucho menos que eso se hace un relato, se mete en una botella y se lanza al mar donde duermen las pesadillas de Dalí y de todos los genios que un día convirtieron la desazón en arte que no gusta a todo el mundo porque así debe ser. Pero te sitúa en un plano tan incómodo que cuando termina la visita sólo deseas caer en la cama y entregarte a tus propias pesadillas flácidas y ¿fecundas? como las suyas.