“Entras en un ascensor, hay una chica con ganas de buscarte las vueltas,
se mete en el ascensor, se arranca el sujetador y sale dando gritos de
que la han intentado agredir”.

El alcalde de Valladolid, Francisco Javier León de la Riva, conoce muy bien a las mujeres. Todas, sin excepción,  hemos sentido alguna vez el deseo irrefrenable de quitarnos el sujetador delante de un hombre atractivo como él en un ascensor, entre el quinto y el séptimo. A veces incluso las bragas. “Buscar las vueltas” es a la mujer como ponerse la capa a Superman.

Recuerdo la primera vez que me deshice de mi sostén en un montacargas y empecé a gritar “¡al violador, al violador!”. Fue en un edificio de apartamentos de Cuenca, la prenda era de blonda y satén lila, sin relleno (esa vulgaridad tramposa) y una vecina, la clásica abogada feminista y malfollada que detesta al género masculino y a todo lo que no lleve el determinante “la”, “las” “ellas”, decidió en tres segundos que yo era una víctima y el hombre un agresor.

Diario de Andre Gide

Ahora me quitaré el disfraz de Sostres porque la cosa no tiene ninguna gracia. Sigue habiendo hombres, y probablemente mujeres, que piensan que la mujer es la tentación. Eva delante de la serpiente (para que luego digan las estadísticas que no somos ya un país religioso). Y prefieren, para su tranquilidad, que la mujer adopte un rol pasivo. Casualmente releí el otro día unos fragmentos del magnífico diario de Andre Gide, al que estudié en un curso de literatura el año pasado:

“Las más bellas figuras de mujeres que he conocido son mujeres resignadas: y no imagino siquiera que pueda gustarme, que pueda incluso no despertar en mí alguna pizca de hostilidad el contento de una mujer cuya felicidad no comportase un poco de resignación”.

No hemos avanzado demasiado, al parecer.  Sigue habiendo quien nos prefiere resignadas, modosas, con la mirada enfocada hacia el suelo. Monas. Discretas. Contenidas. Para luego fantasear a escondidas con un striptease tórrido que nunca se producirá, salvo en sus cabezas y tal vez entre sus manos.

Confieso que me quedé con ganas de comentar la noticia de la presunta violación de una joven a manos de cinco chicos en Málaga que, finalmente, han salido libres por unanimidad del juez y del fiscal. Ignoro qué pasó en esa atracción de feria. Si ella permitió el sexo en grupo o ellos la atosigaron hasta doblegarla. Parece que la grabación del momento ha sido determinante. Qué sórdido y que dramático. Si ella acusó en falso, espero que lo pague. Si ellos no entendieron que un “ya no más” después de un “sí, quiero” es perfectamente legítimo, espero que lo paguen. Alguna feminista furibunda cargó rápidamente la metralleta contra los chicos. Me temo que, además de por las estadísticas, normalmente la mujer es víctima porque se da por hecho que el hombre es el poseedor del deseo irrefrenable, la bestia sexual. Y ella, nosotras, el sujeto paciente. La Madeleine de Gide que sin embargo posee una llave envenenada llamada seducción. Algo sucio, lascivo y manipulador que convierte a los hombres en bestias de ascensor con sólo mostrar un tirante del sujetador.

Espero ser capaz de enseñar a mis hijas que son dueñas de su deseo, pero sobre todo de su voluntad. Espero que den con hombres que no coarten sus anhelos de seducción, porque seducir no es manipular, aunque a veces se utilice con ese fin. Espero que nunca entiendan que el hombre es el enemigo natural, a pesar de que se cruzarán con tipos como el alcalde de Valladolid. Espero que se sientan libres de quitarse el sujetador donde y cuando lo consideren oportuno. Espero que no se suban al discurso agresivo de esas mujeres que detestan a los hombres de entrada, y que entiendan que todos, ellos y nosotras, hemos sido hijos de una educación torticera y sexista, arraigada desde el origen de los tiempos. Nauseabunda.

Hay mujeres alimaña que se aprovechan del mito de la víctima pasiva para hundir a sus parejas o a los tipos que se encuentran en un ascensor. Y hay hombres que sólo aceptan mujeres sometidas porque en su yo íntimo saben que no podrían contener el hambre de bestia que llevan dentro si coinciden con una mujer en un habitáculo reducido. Qué sudor, qué palpitaciones.

Y también hay mujeres y hombres capaces de encontrarse y mirarse a los ojos. Y hacer que lo que pase después, desnudos o con ropa, sea un pacto entre dos, un baile, una cita que da pie a otra. Una conversación equilibrada donde ambos desean y lo expresan. Y se retiran, a veces, cuando se abren las puertas del ascensor. Y las luces blancas los despiden entre el descansillo y el frío de la calle.

P.D.El pastor protestante Andre Gide sufrió como un condenado por el desamor de Madeleine. “Ya nadie, nunca, sabrá lo que ella era para mí, lo que yo era para ella. (…) Me repugnaban las efusiones y ella no habría soportado que la alabara, de manera que yo le ocultaba casi siempre el sentimiento del que mi corazón rebosaba”.