Suelo tardar mucho tiempo en deshacer la maleta. Llego a casa y la dejo arrinconada en un sitio donde pueda verla al bies, pero sin que me asalte la poderosa necesidad de abrirla e ir sacando los restos del naufragio que es un viaje. Como mucho, hago el esfuerzo de sacar la ropa sucia.

Creo que en el fondo uno alberga la fantasía de que el viaje continúa. Anoche volvía en el avión con una mujer coetánea, ejecutiva sin duda, que me explicó que lo que más le agobiaba de llegar a casa era la necesidad de vaciar la maleta. Al día siguiente (hoy) cogía otro  avión a Toronto, y otro más a Suiza tres días después. Era el prototipo perfecto de la mujer Lost in Translation.

-¿Por qué no tienes siempre dos o tres trolleys listos, y así te ahorras el trago de sacar toda la ropa y volver a empezar? me atreví a sugerirle como si le estuviera descubriendo la piedra filosofal.
-Prefiero rehacerla, aunque me desmaye de cansancio. Es la única manera de rematar el viaje.

¿Los viajes se rematan? ¿Son lascas en el cabecero de tu cama? ¿cuándo aprendemos por fin a hacer una maleta perfecta, en la que nada sobra y nada falta? ¿Por qué nos angustia que salga la última cuando esperamos junto a la cinta, como si nos fuera la vida en ella?

El otro día, en el aeropuerto, mi maleta y yo tuvimos que pasar dos veces el control de seguridad. Me había olvidado de sacar mi MAC. En la primera vuelta, descalza, desposeída de reloj y gargantilla, la chaqueta de cuero, la bolsa de prensa y mi dignidad en una bandeja de plástico, fui magreada por una empleada de uniforme. Los brazos arriba, sus manos recorriendo brazos, axilas, cintura, entrando hacia las caderas para rematar entre mis piernas. Concienzudamente. Y entonces su compinche, la de los rayos X:

-Salga, saque el ordenador o la tablet y vuelva a entrar.
-Perdone, ¿y si abro aquí la maleta y me ahorro volver a esa cola tan larga?
-Negativo. Debe volver a salir (triunfante chulería en la mirada)

Mi maleta, mi bolso, mi prensa, mi reloj, mi colgante, mi chaqueta de cuero, mis botines, mi dignidad y yo salimos ahogando la furia. Abrí la maleta con gesto impaciente y salió disparado un sujetador sin tirantes que había metido en el último momento al recordar el escote de mi look de fiesta. A mi lado, tres jóvenes con pinta de estudiantes se empezaron a reír. Yo hice lo propio, mientras escondía la prenda catapultada a toda prisa. Saqué mi ordenador y también el neceser por si la bruja esa decidía que quería seguir fastidiándome. Ya puestos, extraje dos cargadores que bien podrían parecer artefactos bomba y, descalza y devastada por el esfuerzo, alineé tres bandejas con mi vida a la vista de cualquiera. La maleta, medio vacía, cerraba la expedición.

Volvía a pasar el arco de seguridad. Volví a pitar. “Suba los brazos”, el magreo integral, la misma empleada concienzuda.

-Me acaba usted de mirar hace un minuto, ¿es necesario repetir esto? me atreví a murmurar mientras su mano entraba unos centímetros por la cintura del pantalón con firmeza. Su mirada perdida en un punto indeterminado. Maniobra rutinaria que a mí, sin embargo, me parecía invasiva y desproporcionada.
-Absolutamente. Para mí también es molesto, ¿sabe?

Cuando le pareció que no podía esconder nada peligroso en los pliegues de mi cuerpo me soltó y volví a la vista a mi maleta, que atravesaba en ese momento el túnel de la radiografía. Contuve el aliento, con ese miedo de sentirte delincuente sin serlo que también te asalta cuando la policía de tráfico te hace parar el vehículo. ¿Y si  alguien había colado un alijo de droga, como en las películas? Mi trolley avanzó despacio y salió por fin, victorioso. Como pude recogí las tres bandejas, descalza aún, y coloqué todo en una mesa. La maleta abierta. Mis vísceras en canal. El suelo, tan frío.

Por supuesto,  no cerraba. El tétrix hecho en casa se negaba a encajar en terreno hostil.

Atolondrada, aplasté todo con fuerza y conseguí con esfuerzo cerrar la cremallera.

Después me puse el reloj, el colgante, la chaqueta. Cogí la bolsa de prensa y, satisfecha, di la maniobra por rematada.

Fuera, sobre la mesa, yacía el sujetador.