Arranco en el Metro el libro de Elena Poniatowska “Querido Diego, te abraza Quiela” (Ed. Impedimenta) y noto la mirada del pasajero de al lado clavada sobre las páginas: “El otro día un gendarme se acercó: Madame, vous etes malade?. Moví de un lado a otro la cabeza, iba a responderle que era el amor, ya lo ves, soy rusa, soy sentimental y soy mujer, pero pensé que mi acento  me delataría y los funcionarios franceses no quieren a los extranjeros“.

Angelina Beloff, Quiela, fue la primera esposa del pintor Diego Rivera. Y también un despojo después de pasar éste por su vida como un ciclón hasta reducirla a la condición de fantasma. Sus gemidos en forma de cartas son un culebrón de cierta altura que mi compañero de vagón quiere devorar sin disimulo. Yo noto que me encojo y entorno las páginas más de lo imprescindible porque leer es un acto de intimidad máxima aunque se desarrolle en el lugar más público de la ciudad. Bajo esa luz mortecina de un sábado que presagia lluvia y otoño recidivo.

El tándem artista sádico y esposa sufridora se repite. La rusa Angelina, leo en la contra, fue también pintora y también brillante. “Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y en el amor”. “Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre. En cambio recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer”.

Los amores dependientes se componen a veces de uno que ama hasta la humillación y otro que tensa la cuerda para comprobar hasta dónde llegará su esclavo/a, en una coreografía tan repugnante que uno no sabe quién es peor, la víctima o el verdugo. La justificación del sadismo por el genio es un clásico. El creador, a veces, parece tener patente de corso para someter y torturar al ser amado. En otra escala, hay amores que se calientan con el desdén, y entran en un juego delirante y enfermizo que, sin embargo, garantiza cierta dosis de eternidad.

Soy rusa, soy sentimental y soy mujer. Pobre Quiela, el hijo muerto, el frío de París calándole hasta los huesos. El frío gélido del desamor encharcándole el corazón, el sueño y los pinceles.

Mural de Diego Rivera

Y Diego Rivera, el genio universal. Y otra esposa, la tercera,  Frida Kalho, para la posteridad. Uniceja, enferma y atormentada.  Agónicamente juntos. Tan tóxico y tan sublime.

Llego a mi parada de Metro con pena. Cierro despacio el libro para que mi compañero no se sobresalte con un portazo de letras.

“Mientras no tenga noticias tuyas estoy paralizada. Unas cuantas líneas me ahorrarían días y noches de zozobra. Te abrazo, Diego, con la inquietud que solías ver con ternura. Tu Quiela”.

Me convenzo una vez más de que los amores torturados sólo son caldo de jugoso relato literario. Ana Karenina, Madame Bovary, Ana Ozores… Pero en la real life se impone el equilibrio de fuerzas y cariño, la alteridad… o nada.