El mar golpea mi balcón, arrastra los posos del café y se lleva los escombros de una diferencia horaria que tiene desconcertados a hígado, páncreas y riñones. Me siento malecón.

Diagnóstico: la mejor manera de salir de uno mismo es cruzar el charco. Sentir la incomodidad de acostarte cuando no tienes sueño y has leído un libro y te has tragado todas las pieles que habita ese señor para atragantarte con uno de los finales menos recomendables de la historia del cine. Sí, había atmósfera, sí, personajes inquietantes. Pero todo quedó en un juego sórdido que en su día no quise ir a ver y he despachado en un vuelo largo  de esos en los que uno termina haciendo crucigramas en alemán, si se despista.

Mi compañero de butaca era Justin Bieber. Un anciano de cerca de cien años con el cuerpo contrahecho que me recibió en un inglés ininteligible y al que yo sonreí con cortesía, rezando para no tener que cambiarle la cuña o quitar la dentadura de las zonas comunes. Al fin resultó que el señor tenía una cuidadora de pago que me pidió cambiar el asiento, lo que hice gustosa no antes de desearle un feliz vuelo que terminara con todas sus constantes vitales en perfecto estado de revista.

Ya lo decía Forrest Gump: la vida es una caja de bombones. Uno nunca sabe lo que le va a tocar. El otro día volvía a ver en la pereza del domingo esta película que no recordaba con arrebato. Y sin embargo, algo me mantuvo pegada a la tele. Me quedo con la secuencia de el Forrest dolido de desamor que empieza a correr, y correr y no sabe por qué pero pasan los días, las semanas y los meses y se le suma un grupo cada vez más numeroso de acólitos. Pienso en las muchas veces que nos lanzamos a la carrera para sustituir miedo por acción.

Los lentos me ponen frenética. Es una tara. Leí que Karl Lagerfeld hablaba muy deprisa porque su madre, de pequeño, apenas dedicaba unos segundos de su tiempo a escucharle. Logró convertir al monstruo en genio. Un genio que corre encorsetado en un look que asfixia su piel blanca y macerada. La creación como respuesta al dolor. Espero que mis chukis me sepan perdonar y revienten las pasarelas de París con vestidos negros que hagan soñar a los insomnes.

Me pregunto si los seres felices tienen interés. Pienso en las angelicales niñas de “La casa de la Pradera”, esa serie ñoña de mi infancia sobre una familia de traca capitaneada por Michael Landon. Un hombre bienpensante con la inteligencia de un grillo que nunca dijo una palabra más alta que otra y adoraba a su señora. La cosa es que en casa no nos perdíamos capítulo, será que aún desconocíamos el irresistible atractivo del conflicto como ingrediente básico de historias.

Mi historia de hoy arranca en un balcón con un Caribe bravo que golpea las rocas. Hay una palmera que el sol ha empezado a acariciar, como en los video clips. Espero que me llamen “mi amol” y desafiar el desconcierdo de mis órganos con unos bailes y un mojito on the rocks. Ser tan feliz es sospechosamente plano, pero a ello voy, rendida y desatada como Forrest.

Ya me queda un bombón menos en la caja.