Ines de la Fressange

Confesión de domingo: Alterno la lectura de “Sukkwan Island”, de David Vann (Alfabia)” con “La Parisina: Guía de estilo de Inés de la Fressange” (Grijalbo) y el libro de poemas del colombiano Héctor Abad “Testamento Involunario (Alfaguara), quien me advirtió que no se editará en España porque “sería un suicidio”. Añadiré que tengo sobre la mesilla, a tiro de reojo, “Maternidad Imposible”, de Irene Vilar (Lengua de Trapo). El relato autobiográfico de una mujer que abortó quince veces en dieciséis años. Un libro que jamás leería de no ser porque me fío de tipos como Tobias Wolff, que la recomiendan por su “pasión, erudición e inteligencia” y porque me fío de esta editorial pequeña que apuesta por autores que terminan siendo grandes (por ejemplo, Héctor Abad).


Si uno es aquello que lee, debo hacérmelo mirar.  Yo soy de esas que cuando viajan en el metro estiran el cuello para ver el libro del pasajero de al lado. Con eso y una rápida visual compongo una historia completa que incluye estado civil, ocupación laboral, manías y vicios y hasta el contenido de su nevera, si me apuran. Y no remato los detalles con preguntas al protagonista principal porque me da corte que me tomen por acosadora.

Toda la vida he menospreciado a determinados lectores. Acumulo prejuicios contra quienes dicen, por ejemplo, “no me interesa la novela, yo sólo leo ensayo” levantando la nariz, tanto como contra los fans de Isabel Allende mayores de veinte años. Sospecho de quienes se ceban con Vargas Llosa por motivos ideológicos y eso les impide reconocer que un párrafo de sus Conversaciones en la Catedral bien vale una misa. Me niego a adorar de entrada a los llamados “escritores de culto” -ya, sé que me repito- pero si Vila Matas se marca una columna digna de mención no tengo problema en postrarme a sus pies. Me dan repelús los escritores de moda. Y esas autoras que durante unos años se subieron al tren del éxito con escaso talento sólo porque el mercado demandaba mujeres en sus estanterías.

Soy tan caótica en mis lecturas como en mi armario. Por ejemplo, Inés de la Fressange me la envió mi querida C., con una nota que decía: “incluye la dedicatoria de la autora”. Y me hizo feliz, pero no por fetichismo. La preciosa edición firmada no hubiera sido suficiente para conquistarme si no fuera porque Ines de la Fressange ha sido, de todas las musas de Lagerfeld-Chanel, mi favorita. Recuerdo cómo admiraba la perfecta angulosidad de sus huesos, su porte aristocrático y esos dientes perfectos. Era una modelo única, de pelo corto y cejas contundentes que hacía de cualquier acera pobre de París una pasarela donde todos se borraban menos ella.

Con Héctor Abad comparto vinos, paseos bajo la lluvia y un libro suyo de entrada -“El Olvido que seremos”- que he regalado muchas veces y recomendado más. Con tal vehemencia que en algún caso me he encontrado con comentarios del tipo “no es para tanto, este tío es un blando”, y me ha dolido profundamente. Con los libros que amo me pasa como con las personas que amo. Que no me las toquen. Soy tan intransigente que me cuesta aceptar que una lectura no provoque parecidos sentimientos en los demás, de manera que me lo pienso mucho antes de regalar un libro.

Sin embargo, me encanta que me regalen autores que desconozco. Y trato de ser piadosa cuando me preguntan: ¿qué te pareció? Sukkwan Island es un regalo/préstamo de J. y tiene la virtud de plantear una situación incómoda de partida: un padre y un hijo preadolescente viajan a una isla desierta y hostil para cambiar de vida. Como Robinsones, se enfrentan a situaciones dramáticas que cambiarán las coordenadas de su relación para siempre. Debo reconocer que la empecé una noche y me ventilé la mitad. También debo reconocer que no me devora su estilo, pero tiene algo -esa tensión in crescendo- que me obliga a rematarlo cuanto antes. Alternado, eso sí, con los otros títulos que ya mencioné.

Si somos lo que leemos, repito, el sistema educativo debería replantearse los libros que obliga a leer a los alumnos españoles. No entiendo que sigan siendo los mismos que me mandaban ayer. Para llegar a la conclusión de que El Quijote es una obra maestra hay que haber pasado de largo esa etapa endiablada que es la adolescencia. Y sin embargo, te obligan a leerlo a los dieciséis. Y entonces lo odias, y es difícil que vuelvas a los molinos de viento o al bálsamo de Fierabrás más adelante.

Me dispongo a hacer otra limpia en mis estanterías y tropiezo con las memorias de Stefan Zweig “El Mundo de ayer”. Sin duda, uno de mis top ten, de esos imprescindibles que me regalaron un día y que me llevaría a una isla desierta para leeérsela a mis chukis justo antes de que escucháramos merodear al oso. Como en “Sukkwan Island”…