Jávea. La barca blanca

Me gusta la visión compasiva y libre de los niños en Sorolla. Suelo ir a la Fundación Mapfre a mediodía y sin comer, así que me arrastro en un sonambulismo de hambre muy favorable al ensimismamiento y a las alucinaciones. Frente a los apuntes de Cristóbal Colón veo un cómic contemporáneo y a Marlon Brando en el rostro del descubridor. Me inquieta ese cura con sotana que acaricia como un cuervo negro a un grupo de niños tullidos a la orilla del mar. Me planteo que Andalucía no es el tema del pintor, y se le nota forzado entre patios y faralaes. Me pregunto cómo consigue plasmar tan magistralmente las texturas de los trajes de las señoras, y por qué se me van los ojos a sus joyas después de dejarlos vagar por las miradas intimidatorias.

Encuentro dignidad y distancia en esas mujeres. Y me llama la atención que los niños estén siempre desnudos y las niñas enredadas en vestidos de algodón con los que corren por la misma orilla donde los pequeños adanes exhiben sus pieles al sol más arisco de julio y agosto. Me pregunto qué respondería el autor a esta cuestión. “¿Me está acusando usted de algo, señorita?”.

Me quedo clavada delante de un cuadro que no había visto. “La barca blanca. Jávea”. El movimiento y la zambullida del sol en el mar reflejados en un lienzo que cuenta el juego de dos niños con una barca. A mi lado un hombre parece pensar en alto: “¿Has visto alguna vez tanto virtuosismo mediterráneo?”. Miro a ver con quién habla y resulta que es a mí. Me encojo de hombros porque me da pudor compartir las impresiones profundas con desconocidos. Y a veces con conocidos. Paso precipitadamente al cuadro de al lado. Avanzo varias casillas del tablero y espero a que el tipo se vaya para regresar a la barca. Me planteo cómo debe ser tener un don tan excepcional como el de la pintura. Me pasa cuando asisto a un concierto de violín, de piano, y el intérprete se proyecta más allá del auditorio, como si tocara el cielo.

Ellas, vestidas

Entro en Internet a comprar unas entradas. Le propongo a mi hermano un plan irresistible. Me dice que no puede. Decido hacerlo sola, si procede, como sola voy a menudo a ver cuadros o a leer los periódicos a una terraza de Recoletos. El único punto cálido de la Castellana.

Me río al recordar el cruce de wasaps familiares. Mi sobrina, extremeña que estudia en la universidad de Getafe, pregunta al grupo familiar: “Voy a sonar cateta, pero qué es el complejo de la Castellana“. Mi hermano A. responde al vuelo: “Sentirte que estás rodeada de coches y te queda mucho para llegar a tu destino. Te pones roja, te agobias y al final no quieres salir”.

-Haced el favor de tomaros más en serio a mi hija, gamberros, protesta mi hermana.
-Esto es la City, sister!, respondo.
-Esto es la familia, querrás decir.

Disfruto de la sensación oxigenante de ser viernes y tener tantos planes jubilosos por delante. Escucho para sentirme mediterránea la nueva versión del “Cómo hemos cambiado” de Sole Giménez. Afuera me espera la Castellana que es el mar. Sorolla la hubiera pintado en un oleaje salpicado de grises. Con niños vestidos, quiero pensar.